🏳️🌈Leo es un filósofo en paro, dueño de una particular cafetería gatuna. Finn es un misterioso cliente asiduo que tiene mucha mano con los animales. Napoleón es un gato callejero, pardo y descarado, que solo se deja acariciar por dos elegidos: po...
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Napoleón tenía una vida que nada debía envidiar a la de su tocayo, el emperador francés. Derrochaba las horas tumbado al sol, se lucía con cuatro piruetas graciosas al día y solo se dejaba tocar por dos elegidos: por Finn y por mí. Se le tendería a definir como un gato arisco, pero en realidad era más listo que el hambre, hacía lo que le daba la gana. Yo hubiera dado lo que fuera por ser como él.
Al poco de inaugurar mi cafetería en el casco antiguo de la ciudad, me estuvo vigilando toda una mañana, sentado en la acera de enfrente con esa mirada indiscreta que tienen los felinos. Veinticuatro horas después, este humilde filósofo en paro había superado su «casting». Se me restregó descarado por las piernas y me confesó, entre ronroneos, que había decidido otorgarme el privilegio de ser su socio. Así es como me convertí en copropietario del «Café del Gato Pardo».
Era una suerte que en aquel barrio viviera gente tan solidaria y abierta de mente, pues pronto el local funcionó como punto de encuentro entre amantes del café y de los gatos. Allí los animales eran acogidos hasta que alguno de los clientes le encontraba un hogar, mientras tanto, campaban a sus anchas y nos regalaban a cambio sus encantos gatunos. No hay nada como una tarde de invierno con un capuchino calentito y un minino en el regazo, sino que se lo digan a Finn que se pasó así un año entero.
La primera vez que lo vi me impactó su look de vikingo, tan opuesto al mío, no en balde era un finlandés de pura cepa. Si fuéramos felinos él sería un imponente persa de pelo largo color canela y yo tendría el mismo aspecto que el del pobre Napoleón, un flacucho callejero abocado a echar mano de otras habilidades para compensar un físico tan corriente.
Tardó poco en conquistarme el alma con su ritual. Saludaba con un leve movimiento de cabeza y tomaba asiento. Se recogía el pelo, enredándolo en uno de sus lápices, sacaba tropecientas libretas de la mochila y, antes de sumergirse en sus apuntes, se colocaba unas gafas metálicas que le daban un toque intelectual, como de buena persona, que contrastaba deliciosamente con ese cuerpo de «yeti».
Cada mediodía se acomodaba en el sofá de la mesa del fondo, al lado de la ventana por la que entraba el sol de soslayo hasta que se ponía. Se tomaba dos «cubos» de café mientras estudiaba (no en balde Finlandia ocupa el primer lugar en el mundo en términos de consumo de esta bebida). Observaba a los gatos jugar con una tierna sonrisa escondida bajo la barba dorada y, de vez en cuando, escribía notas con una mano y la otra la ocupaba acariciando lánguidamente a Napoleón, quien se le afincaba fiel, bien pegadito al muslo. ¡Lo que hubiera dado yo por ser ese gato sinvergüenza!
Después de una semana entera como cliente asiduo, me atreví a romper el hielo, aunque con cierto respeto, pues se notaba que era un chico de pocas palabras y no quería agobiarlo ni espantarlo con mi «boca-chancla».
—Tienes suerte de conservar la mano... —bromeé al servirle el primero de los tazones—. Napoleón jamás se deja tocar por nadie.
—Es un gato inteligente, a mí tampoco me gusta mucho la gente —confesó él, haciendo hueco en la mesa para que le dejase la bebida. Su voz resonó grave, rotunda. Enseguida cayó en que su respuesta podría haberme molestado, con lo que endulzó el gesto y añadió—: Debe notar que me encuentro muy a gusto en este lugar...