La torre y el mago

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La nieve caía brillante e intensa, sus copos se amontonaban en el exterior de las ventanas de una vieja torre que se alzaba imponente tratando de desafiar los cielos.

En el interior de aquella peculiar vivienda residía un mago, tan viejo como el propio tiempo; un mago que había tratado de engañar a la muerte, y que lo había logrado.

Su larga barba, blanca como la nieve misma, enmarcaba un rostro añejo y entristecido. Sostenía una enorme pipa que fumaba a intervalos precisos; tan precisos que parecían marcar el compás de una lenta canción con cada anillo de humo exhalado.

Aquel hombre de arrugas profundas y mirada desconcertada, contemplaba ahora el caer de los gruesos copos de nieve que se amontonaban sobre el borde de su ventana.

Su único confort era el calor de un pequeño hogar sin leña, pero que aun así, mantenía su ardiente llama flameando, como los estandartes de algunos reinos a los que alguna vez supo servir.

Un pequeño gorrión se posó sobre la ventana.

―¡Oh, Majestuosa criatura! ―dijo maravillado y con desesperación, mientras estiraba los brazos como si quisiera alcanzarlo.

Quiso acercase, pero el pájaro se movió indeciso y el mago se detuvo. El gorrión estaba aprensivo; pero aun sin decidirse a volar; lo observaba con cada ojo a la vez, moviendo la cabeza rápidamente de un lado al otro.

Comenzó a mover sus manos en el aire dibujando un pájaro y con unas breves palabras este voló hacia la ventana. Ahora el gorrión también observaba la ilusión que copiaba todos sus movimientos. Pero luego de unos breves momentos el gorrión se desinteresó y se alzó en vuelo; ahora surcando aquellos grises y nevados cielos.

―¡No te vayas hermosa criatura!

En un último intento, el mago creó un espectáculo de fuegos coloridos, sacando chispas de sus dedos y haciendo explosiones magníficas por todo el lugar; pero era demasiado tarde, el pequeño gorrión se había ido.

Maldijo mil veces el conjuro de aquellas profanas palabras que lo hicieron eterno y se sentó en una silla cerca de la ventana. Su aliento entrecortado empañaba el frio vidrio de aquella cárcel de piedra encantada. Se había cansado de leer los mismos libros que se repartían empolvados en las estanterías piso por piso. Los años no fueron benévolos con él, y a pesar de que la magia recorría cada parte de su cuerpo, el tiempo le había dicho que quizás la muerte no fuera una tan mala compañera después de todo.

Ahora solo le quedaban los gratos recuerdos... abovedados en una memoria eviterna.


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