Capítulo Veintitrés

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Caminaron un par de cuadras para llegar a una parada bastante alejada de donde se había iniciado todo, pues no podían correr el riesgo de que esos malditos aún estuvieran dando vueltas por la zona, aunque lo dudaban bastante por la condición de Go...

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Caminaron un par de cuadras para llegar a una parada bastante alejada de donde se había iniciado todo, pues no podían correr el riesgo de que esos malditos aún estuvieran dando vueltas por la zona, aunque lo dudaban bastante por la condición de Gonzalo.

Por fin, luego de lo que a Natalia le pareció toda una eternidad de espera —algo que hubiera sido igual para Damián, al menos si no hubiera llevado consigo durante todo el tiempo su reloj, si lo hubiera perdido o se lo hubieran robado, desde el preciso momento en que habían comenzado a perseguirlos—, el ómnibus amarillo se divisaba ya a poco más de una cuadra y media. Fue entonces, cuando ambos fueron capaces de relajarse por completo, pues ya eran conscientes de que todo había terminado al fin, al menos de momento.

En esa ocasión —más allá de todo—, había algo que les resultaba distinto. Esto era posible de admirarse en el rostro de ambos, pues se reflejaba de una manera similar a la que la luz del radiante sol —o del brillante esplendor de su perdida amante, la luna—, se suele reflejar sobre el agua pura y cristalina. Se trataba de unas expresiones de alivio total e indudable. Los chicos tuvieron la certeza de que tanto Gonzalo como Humberto y Horacio, ya se habían marchado de allí; era posible que hubiesen ido en busca de algún médico que fuera tan competente —y confiable— como para ser capaz de examinar en qué estado se encontraba su nariz. Sin embargo, aunque fuera algo improbable, era otra posibilidad la de que hubiesen llegado a subirse en el ómnibus que ellos mismos perdieron por su culpa; los tres se encontraban en tal estado que no era tan loco considerar esa opción, de hecho, estaban tan ebrios y drogados que, lo más probable, era que ni ellos mismos supieran dónde se encontraban parados ni qué habían hecho hacía quince o veinte minutos. De alguna manera, esa era la maravilla de las adicciones; cuando algo malo sucede, las personas detestables como ellas, suelen olvidarse de todo o solo fingen hacerlo, total que cualquier persona se los hubiera creído conociendo la manera de ser, las largas noches en las que frecuentaban bar tras bar, bebiendo e inyectándose porquerías con cualquier desconocido y demás movidas nocturnas.

Sea lo que sea que hubiese sucedido con ellos, podían estar seguros de dos cosas. La primera era que no regresarían donde se encontraban ellos, pues ya no habría nada allí; la segunda era que, si de alguna manera se encontraran con ellos en ese mismo colectivo —o se subieran a este más tarde, si eso era posible—, no se atreverían a hacer nada con tanta gente alrededor, aunque sí tendrían que tener bastante cuidado luego de que el recorrido acabara y tuviesen que descender.

El chofer, que se había detenido ante el semáforo de la esquina anterior, puso el ómnibus en marcha y reanudó el recorrido rutinario que, a pesar de lo que los chicos habían imaginado —al menos durante una gran parte de esa mañana—, iba a horario y no se había retrasado en lo más mínimo. Frenó, entonces, acercándose lo más posible al cordón; los chicos estaban algo alejados ya que ahí se había formado uno de esos charcos molestos y no querían volver a empaparse debido a eso. Natalia y Damián se miraron entre sí, se tomaron de las manos y se dedicaron una sonrisa de satisfacción; todo había resultado según lo que el muchacho había planeado y ambos se alegraron, demostrándolo de una bonita manera. Se soltaron, entonces, y caminaron en dirección a este, cuya puerta ya estaba abierta.

Subieron de forma triunfal. De algún modo sintieron que se trataba de un logro personal tan grande como jamás se les hubiese ocurrido, una especie de récord Guinness o algo por el estilo. Se sintieron tan contentos de que nada serio e irreparable hubiese ocurrido; quizá muchos hubieran dicho que solo se trataba de un estúpido orgullo, tal vez así lo hubiesen catalogado, pero qué podrían saber ellos de orgullo —o de ego— si sus vidas nunca habían corrido tal peligro; es muy sencillo prejuzgar a las personas sin conocerlas a fondo pues, llegado el caso, me hubiese gustado saber qué diablos hubieran hecho en aquella situación, qué hubiesen hecho si un loco con un machete los quisiera decapitar como si fuera un auténtico psicópata salido vaya a saber uno de dónde. No, no se trataba de nada de eso, solo estaban felices porque ambos seguían con vida, porque no habían tenido que lamentar la muerte de ninguno de ellos y porque, dentro de lo que cabía, no les quedaría una horrible marca gracias a aquel trío de malogrados, de inadaptados sociales. No se trataba de ninguna de ambas cosas, solo era una positiva actitud frente a la vida porque, a pesar de todo lo que había sucedido, la situación les hizo comprender una verdad que no muchos captan —al menos hasta que es muy tarde ya para nada y se ha perdido el deseo de seguir en este mundo— y esa era que podían dar las gracias de seguir con vida, que esta era única e irremplazable y que eran capaces de valorar todo sobre la otra persona, tanto los grandes valores que nuestros seres más queridos siempre nos dejan, aunque ya hayan partido hace años y todos y cada uno de los más pequeños detalles y características que los conforman y que hacen lo propio con nosotros mismos. Fueron capaces de comprender esa gran verdad que suele verse oculta en pequeños detalles de la rutina de todos los días, y de alguna manera se hicieron más fuertes debido a aquella experiencia tan nefasta; a pesar de que fuera algo preocupante, terminaron sacando algo bueno de ella, aprendiendo una preciosísima lección de vida.

Además de eso, tuvieron la agradable sensación de que, a partir de ese momento horrible que tuvieron que afrontar, todo comenzaría a cambiar. Podía ser que aquello fuera para mal, ninguno de ellos podía asegurarlo, sin embargo creían que, de todo eso que los había afectado de una manera tan increíble como enorme, saldría algo bueno. En esa clase de situaciones en las que uno considera —de una forma más que seria, tratando de mantener esa seriedad y esa concentración durante el tiempo que fuera necesario para llegar a una comprensión bastante profunda y acertada de asunto por el que habían pasado—, que bien podría haber muerto ya que se había visto en el límite de la vida y de la muerte, podía llegar a concebir la idea de que nunca más sería víctima de algo así, que nunca jamás volvería a permitir que eso pudiera llegar a suceder. De alguna manera, eran un tipo de situaciones que lo dejan a uno con una visión distinta de las personas en general, de todo con lo que uno llega a interactuar a diario, del propio mundo como lo conocemos. Muchas personas pasan por situaciones similares donde un maldito desgraciado les arrebata la vida, incluso cuando esas personas apenas se están adentrando en la flor de la juventud y aún tienen toda una vida por delante. Sí, lo que Gonzalo había intentado hacer con ellos, no fue más que un acto de egoísmo, pues de alguna manera, intentó arrebatarles lo que él ya no poseía o que solo tenía a grandes rasgos: el enorme deseo de vivir, el anhelo de dejar una marca en el mundo con el que fuera capaz de cambiar hasta las más grandes injusticias que vemos a diario en este, tanto en los noticieros como en los periódicos. Les había querido arrebatar no solo la vida, sino el incomparable deseo de hacer de este un mundo mejor, más armónico y donde ya no hubiera guerras estúpidas entre naciones por temas ideológicos, donde no hubiese discriminación ni racismo.

—Al final se terminó —comentó el muchacho, de manera casi inaudible. Solo Natalia lo había llegado a escuchar—, al final se terminó —susurró de nuevo, mientras la muchacha comenzaba a subir las escaleras de forma lenta, pues se encontraban húmedas y podían darse un fuerte golpe si no eran cuidadosos. La chica se alegró como nunca al oír aquellas palabras y no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en el rostro; el chofer admiró aquello y pensó que a la muchacha le faltaban un par de tornillos.

Era el cuatro de marzo de dos mil dos y los chicos viajaban, por primera vez en el año, hacia el colegio, para a iniciar el ciclo lectivo correspondiente. De alguna manera, pese a toda la tensión de la situación, sus esperanzas en la humanidad se habían renovado por completo, al menos desde aquella perspectiva tan envidiable como muy pocas.

Una voz dormidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora