Caminamos un rato por la playa antes de hacer el amor. Nuestros pies, inmoralmente desnudos, se ensuciaban de arena quemada, enjuagándose con el vaivén de las olas, y las manos se nos habían enraizado, acabando trenzadas como flores de pantano.
La deposité quedito sobre aquel tibio colchón negro, ése que Dios había creado frente al mar, cubriéndolo por una sábana de chifón adornada con bordados de conchitas húmedas. Saqué aquel tulipán blanco, el que traía marchito entre su ensortijada melena de fiera, y la despeiné con el fresco, y besé sus manos santas, y palpé sus pechos, bronces de mujer que no se esconden, no pueden.
Deslicé con exquisitez aquel medio fondo de popelina que se le apretaba en las caderas, rozando sus piernas duras de yegua briosa, separando los rizos púbicos con la lengua y besando su vulva dulce, de aroma a frutas, cuya rajita se adivinaba por encima de las pantaletas.
Y así, sin más, nos fuimos trepando al cielo, a dormir un rato sobre la única nube curiosa, muy en cueros saciamos nuestra sed dentro del mar, desgarrándonos los labios con la misma pasión que unió nuestros sexos, poseyéndonos los cuerpos primero con ansias, luego sin prisa, comiéndonos las almas del otro, o como se dice por ay, enamorados.
Nos habían presentado unas horas antes frente al kiosco del pueblo, que está ubicado como el miércoles, merito en medio zócalo, el cual vive custodiado por frondosas palmeras con cocos d'eagua en sus techos. Ella tenía los labios gruesos y sin gota de carmesí, la figura esbelta como gacela y un vestido de raso con tafeta estampado en negro.
Los primeros ojos que me echó estaban llenitos de desdén, como candela o jiribilla, o como si adivinara lo que buscaba en ella, y se me vinieron a clavar entre los pulmones. Eran azul, azul, como la lumbre, pero fríos como dos cristales de zafiro. Una mirada que quema.
Ese domingo me había puesto una guayabera blanca, la fina, la de lino que te saca la calor del cuerpo y mis pantalones lisos de manta, pa mí era una ocasión especial. ¿Bailamos? Pregunté sin ninguna vergüenza, que no hay gallina que coma caldo.
Ella arqueó la ceja como le hacen las artistas del cine, abrió el abanico y comenzó a soplarse rapidíto, rapidíto. Como que quería quitarse la calor, porque en mi pueblo las calores siempre andan viendo por dónde metérsele a uno hasta la sangre, y sin responder palabra, aceptó bailar conmigo el primer danzón de la noche.
Los arcos del palacio municipal son viejos, pero esa noche estaban trajeados por cortinas de manta de cielo, que la brisa ondeaba pa que agarraran formas y aromas de placer, entonces nos dimos cuenta que ya nos conocíamos, que llevábamos varias existencias buscándonos, cada cual por su lado, como quien pesca zancudos con redes de agua ¡Asu mecha!
Ya la conocía de oídas, del lugar, porque en mi pueblo todos hemos andado de boca en boca alguna vez, manchados por la perfidia, pero de la morena siempre se dijo más de lo que es, mi morenita solitaria de los dientes perfectos.
¿Quién la iba a conocerla mejor que yo? Si aquella noche me bañé a jicarazos junto al pozo, restregándome el jabón por mis entrepartes, perfumándome de lima y toronja y apagué el quinqué, lo dejé bien apagadito, todo porque ya sabía que me la iba a encontrar, algo me lo latía.
No testerées al diablo, Rufino, me dijeron los que sabían que la andaba buscando. No te la vaya a cumplir y después a ver cómo le haces. Las casitas del barrio ya están muy viejas, unas con paredes de adobe y las otras de pura tabla hinchada, pero eso era lo de menos, las gallinas de mi papá se metían a las casas como una aparición, picoteando lo que podían de la tierra.
Don Abulón, le reclamaban a mi difunto padre, que en paz descanse, aquí le traigo otra condenada gallina, y se la soltaban en el patio, ésta cabrona se me subió a la cama a cuando estaba dormido, ya nomás falta que se me metan al sueño también, póngales un límite, le dijo una vez don Manuel ¿Pero qué van a saber las pobres de límites y pendejadas, Manuelito? No l'amuele.