San Francisco, 4 de octubre de 1867.
Querida tía:
Espero que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Yo por mi parte estoy bien, aunque cuando llueve me sigue doliendo la herida que los rebeldes me hicieron en Chattanooga, pero por lo demás gozo de buena salud. Espero que el servicio federal de correos funcione mejor de lo que creía el viejo amo y esta carta le llegue pronto, aunque tendrá por fuerza que tardar varios días. ¡Este país es enorme, tia Camille! Y está lleno de gente. Tendría que haber estado donde yo, en el asedio de Vicksburg. Desde la posición de mi regimiento, el primero de infantería de color de Arkansas, podía verse toda la llanura y la ciudad. Tendría que haber visto moverse los ejércitos, parecía como si el mar azul se estrellase contra una playa de arena gris, en la que flotaba la sangre de los caballos empalados en las bayonetas...
Pero seguro que usted no quiere leer sobre la guerra, ni yo quiero escribir sobre ella, así que no lo haré más.
Imagino que la pequeña Dottie le estará leyendo esta carta igual que me leía a mi cuando todavía estaba en la plantación. ¿Como está la pequeña? Seguro que ya ha crecido, pero en mis recuerdos todavía es una jovencita de 16 años, envíele saludos de mi parte.
Si le han leído mi última carta, sabrá que en el ejército yankee no solo me enseñaron a manejar un fusil, sino a leer y a escribir y muchas más cosas de las que cabrían en estos folios, por lo que no las escribiré. Después de la guerra pensé en volver a casa con todos ustedes, pero escuché noticias de que el Sur seguía siendo un lugar peligroso para la gente de color e incluso para los blancos que habían sido leales a la Unión. El Sur nunca será un lugar tranquilo para nosotros, tia Camille, al menos no mientras haya blancos con revólveres.
Escuché también que había una tierra de oportunidades, en la que los negros podemos llegar a ser lo que queramos. Un lugar al que llaman California y que está al otro lado del país, junto a un océano distinto al que tenemos en casa, en Nueva Orleans. Así que con mi paga de soldado, compré una vieja mula, como la que nos había prometido el honesto Abe, y partí hacia California.
Ya le dije antes que el país es enorme, pero ni siquiera yo, después de cuatro años de campaña militar, era consciente de lo grande que era antes de emprender el viaje. El poco dinero que tenía se acabó mucho antes de llegar a California, tuve que detenerme a trabajar en varios pueblos a lo largo del camino, lo que me retrasó en un viaje ya de por si largo. Aun con las largas paradas el viaje transcurrió tranquilo. Hasta que llegué al desierto del Mojave.
El Mojave, tia Camille, es un lugar tan caluroso que a uno le dan ganas de beberse su propio sudor, y me avergüenza decir que yo mismo tuve que beberlo en varias ocasiones, tal era la sed que me atormentaba. El Mojave es enorme además, como todo en este país, por lo que no tenía agua suficiente para atravesarlo. La mula murió a los pocos días de entrar en el desierto, así que abandoné todo lo que tenía excepto un poco de cecina, mi revolver, unos cuantos cartuchos, y seguí a pie.
No se cuanto tiempo continué viajando, pero llegó un punto en el que estuve convencido de que iba a correr la misma suerte que la mula, así que, desesperado, agotado y sediento, me eché a dormir.
Cuando volví a abrir los ojos, un viejo de ojos claros, derramaba un líquido deliciosos en mi boca. Era agua. En cuanto recuperé las fuerzas agarré la cantimplora que sostenía el viejo y me la metí en la boca, incapaz de aguardar a que el agua se derramase por si sola. Al ver esto el viejo sonrió y la apartó de mis labios.
- Tranquilo, muchacho. - Me dijo. - No te la bebas de golpe o te sentará mal...
En aquel momento me pareció inconcebible que algo que deseaba tanto pudiese causarme algún mal. Así que seguí bebiendo. Entonces me dormí, No se por cuanto tiempo. Cuando desperté era mediodía. La cabeza me dolía a horrores, como cuando el viejo amo nos dejaba beber bourbon. Levanté la vista y pude ver al anciano inclinado sobre una hoguera, cocinando algo. Delante suya descansaban un par de mulas, cargadas hasta arriba de bártulos. El viejo se dio cuenta de que me había despertado y se giró sonriente, me di cuenta de que todavía no le había dado las gracias.

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La cuarta tumba de Quaker Hill
HistoryczneEn el sudoeste americano de la posguerra civil, cuatro hombres deberán buscar al ocupante de una tumba que nunca llegó a estar donde le correspondía.