Era lunes, en una noche de verano, yo la esperaba en el café de diario, cuando miré el reloj, me di cuenta que ya era tarde, y por ende, no llegaría.
¿Qué más podía hacer yo ahí? Sabía lo que nos esperaba… la tranquila soledad.
Observé el reflejo de mi triste mirada en el oscuro café, recordé la primera vez que la vi: Estaba sentada en la mesa de al fondo, tomando un capuchino, levantaba esa taza blanca con su mano derecha, y un anillo de plata saltó a la vista, brillaba al paso de la cálida luz del lugar, mientras dejaba marcado ese labial rosa en la boca de la taza.
Su rostro me sorprendió, un semblante nostálgico que rosaba en la tristeza, me hizo pensar... “Algo ocurría”.Entonces, lo decidí, me acerqué a ella, necesitaba de mi compañía, así que me levanté de mi silla, me apresuré a su mesa con algo de torpeza, la mire a los ojos, y observé que una lagrima me daba la bienvenida, la limpié por amabilidad (o por necesidad, no lo sé, lo único que sé, es que sucedió).
Tras una atípica conversación, me confesó su soledad, y por mi parte, la invité a olvidar.
Tras risas, y bocadillos, nos dimos cuenta de la hora; era momento de la despedida, sin embargo, acordamos cada atardecer en aquél café.
Y así fue, a cada crepúsculo me sentía aliviado, pues sabía que su mirada me acompañaría hasta el anochecer.
Así fuimos, yo vivía mi vida y ella la suya, nunca preguntamos nombres, ni dimos paso a la información de cada quien, pues los sentimientos, no necesitan de razón, surgen en la tranquilidad de una percepción natural del ser.Sentía que por esas pocas horas era una persona diferente, un anónimo que no temía dar la cara, mientras fuera a ella, a esa mujer de una hermosura que Afrodita envidiaría, a esos labios que al rozar los míos, me recordaban por qué yo estaba ahí, y me hacían sentir que todo mi camino en el sendero de la vida valió la pena, que todo lo que sufrí en un momento, estaría dispuesto a revivirlo en carne propia, con tal de garantizar que me colocarían ante sus ojos.
A pesar de todo, un lunes de verano, llegué al café, en la mesa de al fondo, faltaban esos labios que me invitarían a tomar asiento, en su lugar fue la voz soledad la que me acompañó, en la mesa central a esperar.
Y aquí estamos, en la noche de verano, el reloj me dice que no vendrá, el silencio me exhorta a tomar el último sorbo de café y retirarme, acepto su solicitud, tomo mi abrigo y me dispongo de regalar mi ausencia a los pocos comensales que disfrutaban de la noche.
Cuando la esperanza, vieja amiga, me obliga a voltear a ese comedor de al fondo, logro discernir una taza blanquecina, que fue servida con un capuchino, y enmarcada la orilla por un familiar labial rosa.
Me acerco a comprobar que mi delirio es una realidad.
Es entonces cuando una nota escrita en una servilleta compra mi atención:“No sientas la soledad en mi ausencia, yo estaré contigo hasta que tu beso, disfrazado de un adiós, se retrase por charlar con el olvido.
Tú me has regalado todo, ahora yo te regalaré lo único que conozco, la tranquila soledad”.Fue entonces cuando comprendí, que ella no necesitaba de mí, sino yo de ella, pues me enseñó a ser feliz, incluso en compañía de la soledad.