PRÓLOGO

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Londres, 23 de febrero de 1997 05:00PM

La tormenta se había desatado sobre la ciudad inglesa con una fuerza sobrenatural. Nubarrones oscuros como espesas masas de alquitrán cubrían el cielo nocturno de Londres, mientras los furiosos vientos del Norte aullaban entre las ventanas viejas y en oídos de los pocos valientes que se atrevían a salir con semejante tempestad. La lluvia granizada azotaba las calles y los coches, empapando todo aquello que se encontraba a su paso.

En medio de aquel caótico temporal, una solitaria figura masculina caminaba con prisas dirigiéndose a las orillas del río Támesis. El ruido de sus ligeros pasos se perdía entre el continuo goteo del cielo, mientras se internaba en el paseo del London Bridge.

- Llegas tarde. - dijo la voz de un hombre cuando llegó a su destino.

- No eres quién para decirme nada. - le contestó este con voz neutra. - Además no deberías estar como si nada. Has quebrantado una de las leyes más sagradas de los ancestros.

- Lo sé William, pero no me importa. Haría lo que fuese por Marian.

- Eres un inconsciente Michael, no sabes el peligro en el que os habéis metido. Os buscan para mataros, a vosotros... y a vuestra hija. - le recriminó William con severidad.

-Por eso te he pedido que vengas. Si de verdad mi hija puede ser quien decís que es no podéis matarla. Ella puede ayudarnos, a todos. - Concluyó apesadumbrado.

-Sabes que los líderes no opinan lo mismo. Creen que traerá la desgracia sobre nosotros. Además tú eres un fugitivo. En cuanto te encuentren... - William no pudo seguir hablando. No quería seguir hablando de eso.

- Por eso te he pedido que vinieras. Si me pasase algo, te pido por favor que la protejas. - Michael no se anduvo con rodeos. - Te daré lo que quieras, pero protege a mi hija. Por favor Will... por favor.

- Entonces estaría haciendo lo mismo que tú, violar las leyes. Y eso es pena de muerte.

- Yo... lo suponía. No debería haberte pedido algo así. Lo siento... - Michael se dejó caer de rodillas en el suelo con la desesperación en su alma. Ya no sabía qué hacer.

- Sin embargo lo haré. - En cuanto terminó de pronunciar estas palabras, William captó la cara de sorpresa de su amigo. Suspiró con resignación y volvió a tomar la palabra. - Lo haré, porque no he olvidado nuestra amistad, los lazos que nos unían antes de que te enamoraras de esa mundana y te metieras en todos esos líos.

- Gracias... Gracias de verdad.

- Enhorabuena por su nacimiento. Tiene que ser muy guapa si se parece a su madre.

- Si... Su madre ha decidido llamarla Allison.

- Bien, mañana me la llevaré. Pero primero tengo que hacer otra cosa. Cuídate Michael.

- Y tú también Will.

La despedida de los dos hombres pareció afectar a la tormenta, volviéndose esta aún más agresiva. La luz de los relámpagos iluminó por un segundo las caras de ambos. Una expresión de tristeza, de dolor. Tanto William como Michael habían tomado una decisión. Se alejaban el uno del otro con miles de palabras que querrían decirse, pero no podían. Palabras que ya nunca podrán salir a la luz.

Y es que bajo la fachada de dureza de una persona se pueden encontrar sentimientos que nunca sospecharíamos que sufriría.

A veces el orgullo es la causa de tantas amistades rotas, de tantos corazones fragmentados.

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