Colores

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Solía vivir en blanco y negro, sin matices complicados mantenía todo simple, todo igual. Vivía oculta entre mis sombras oscuras, lejos de la cálida luz, donde nadie pudiera verme como soy en realidad. 

Todo fue así durante muchos años, hasta que un día llegaste a mí. Te mudaste a la ciudad en la que yo vivía y como un imán me sentí atraída a ti. 

Lentamente y de manera espontánea comenzaste a dar pinceladas en mi vida, colores vivos y colores fuertes. Colores que se mezclan y crean maravillas. 

Vivir en color fue algo diferente, gratificante y liberador. Me gusta vivir en colores. 

Perdida en esta oscuridad inmensa me he puesto a pensar en ti como un consuelo a esta soledad, donde mis gritos desesperados no tienen sonido y mis lágrimas se evaporan como el agua en el infierno. 

He relacionado los colores contigo y he rememorando lo que vivimos en colores que pintan la oscuridad en la que ahora me encuentro. 

A veces creo oír tu voz en los laberintos de este mar infinito, como un purgatorio al que se me ha condenado, no puedo encontrarte entre la bruma espesa que rodea este mundo. 

Estoy perdida entre tinieblas y temo no poder salir de este lugar, temo no volver a encontrarte, temo no volver a verte. 

Solo me queda volver a pintar el lienzo con los recuerdos que tengo contigo. 

Pero hay algo mal, algo roto en estos recuerdos. Lo que recuerdo no es algo que haya vivido aún. 

¿Qué es todo esto y por qué siento tanta angustia e inquietud? Cuánto tiempo llevo atrapada aquí. 

Rojo. 

Cómo tus labios, siempre rojos y brillantes. 

Sonrisa enigmática de media luna, sonrisa torcida, sonrisa seductora y tierna. Hay algo romántico en unos labios rojos. 

Labios que pintaban mi mundo. Pintaban mi piel con cada beso, hombros, espalda, piernas, labios y glúteos.

El día que nos conocimos, tenías los labios rojos, al igual que el día en que me diste el primer beso que pintaría mi boca y mi sonrisa. 

Era un día cansado, el ocaso llegaba a su fin dando paso a las estrellas, con los últimos rayos solares pintando las nubes con tonalidades rojizas y amarillas. 

Caminabas de un lado a otro en tu larga terraza, deteniéndote cada cierto tiempo para ver el horizonte, frotabas el puente de tu nariz y acomodabas tu falda cuando la sentías demasiado alta. 

Suspirabas y te veías indecisa entre fumar  y no hacerlo. Una cajetilla de cigarros pendía de tu mano y un encendedor de la otra. 

Yo había tomado la costumbre de ir a verte, no Parecías sorprendida cuando te hablé de ello. Al contrario, parecía que todo lo sabías. 

Revisabas el cielo, buscando algo que tus ojos no alcanzaban a ver, me hacías sonreír. Me buscabas entre las nubes y el firmamento. 

Cerré los ojos como cada mañana, tarde o noche que flotaba en el inmenso cielo esperando oír a quien necesitara mi ayuda. 

La ciudad se llenaba de ruido, los autos rugían por las carreteras y las radios mezclaban voces y tonalidades diversas. Las voces se convertían en murmullos estridentes, en susurros de abejas con pláticas, banales, románticas y serias; el viento cantaba entre la copa de los árboles, meciéndose con suavidad en sus hojas. Y sobre todo aquel sonido que enriquecía la ciudad era el latido de tu corazón el que más fuerte sonaba. 

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