Dejándola ir

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Me encontré parada en medio de todos mientras miraba mis manos. Sentía que todo era irreal, una pesadilla. Pero todo estaba pasando sin que yo pudiese hacer nada, y ¡qué impotencia sentía!

Oí el pequeño murmullo cuando mis ojos aún parecían perdidos en la nada. En cuanto fui consiente, me apresuré a tomar su mano cálida que apenas podía mover ella y susurré: Tranquila, aquí estoy.

Sus dedos se aferraron a mi mano sin mucha fuerza, aunque jamás había sentido algo tan fuerte. Sentía que esa calidez era aquello que jamás debería faltarme.

Sus ojos cansados abrieron pesadamente sus párpados y me dedicó una dulce sonrisas con ellos. Algo dentro de mí se doblegó, aunque no se lo dije.

—Estamos en un hospital, pero todo irá bien.

Sonreí para esos ojos enternecidos y un leve asentimiento acompañó un pequeño murmullo que no alcanzó a traducirse en su voz. —No trate de esforzarse. — Musité con dolor, ¡Qué difícil era ver a una mujer tan fuerte ahí, viéndose tan frágil!

Poco a poco me fui convenciendo en mi mente que todo iría bien. O era eso lo que necesitaba creer.

La realidad era que tenía miedo, mucho miedo. Mientras ella no soltaba mi mano. Por momentos sentía que era porque ella sentía esa misma sensación, pero pronto noté que ese agarre tan firme, no era más que una contención para mí. Podía notarlo de cuando en cuando mientras abría sus pesados ojos y me sonreía con ellos; y cuando yo la veía cerrarlos, lágrimas corrían por mis mejillas ardiendo en su salida. Llevábamos muchas horas en ese mismo lugar frío.

Besaba su frente y acariciaba su cabello. Luego sentía su palma cálida posarse sobre mi cabeza mientras yo me apoyaba en su hombro recostado. —Hace frío, ve a casa.

Sonreí un momento. Así era ella, se preocupaba por todos y por mí, antes que incluso ella.

—Claro que no, me quedo aquí.

Había respondido firme y con una sutil sonrisa. Ella lograba sacar siempre lo mejor de mí. Tenía esa rara capacidad de aliviar el dolor en cualquier momento, incluso en ese mismo donde era ella quien estaba sobre una camilla de un ajetreado hospital.

— ¿A qué hora nos vamos?

—No podemos irnos aún, no hasta que esté bien.

Jamás pensé que esa hora de irnos, fuera en realidad la más dolorosa.

Las horas avanzaban. Enviaba mensajes a todas las personas que esperaban ansiosas noticias y guardaba rápidamente el móvil y bajaba mi mascarilla. Quería besarla y acaricias su cabello lo más que podía. Por alguna razón, ese sentimiento de angustia se negaba a abandonar mi pecho.

Exámenes vinieron, cada uno peor que el anterior. —Ya va a pasar.

Apretaba su mano y sostenía mi frente contra la de ella. Y dolía tanto.

El día se había ido y la noche azoló el lugar. Todo se movía más despacio y un extraño silencio era acompañado por voces intermitentes y ruidos de máquinas marcando signos en algunas habitaciones. Y pronto la madrugada llegó.

Tuve que dejarla, no podía seguir allí por el protocolo que nos imponía otra enfermedad.

La acaricié un poco más y ella volvió a sonreírme y palmar cariñosamente mi cabeza recostada sobre su pecho. —Volveré a primera hora. — Le mencioné con convicción y mirando directamente a sus ojos vidriados.

Abandoné el recinto con el alma pendiendo de un hilo y la sensación en mi mano de no querer soltarla jamás.

Dos angustiosos días en que no me habían dejado verla y un llamado que partía mi voz y me dejó quebrando en llanto.

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⏰ Última actualización: Jun 30, 2021 ⏰

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