{Prólogo}

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Las lágrimas brotaban de sus ojos de una forma exagerada. No paraban de recorrer su bronceado rostro que le hacía empañar sus gafas. No se podía creer que iba a abandonar aquel lugar en el que había estado durante toda su vida. Sus padres se acababan de divorciar y él había decidido quedarse con su padre pues su madre no le soportaba ni él a ella. Era un sentimiento recíproco. Pero el problema era que aquella casa estaba a nombre de susodicha, por lo que era el hombre el que debía abandonar. Pero lo que no se esperaba el chico era el que su padre había tomado la precipitada decisión de mudarse hasta de ciudad.

La decisión estaba tomada y sus maletas ya hechas estaban encima de su cama. Él se encontraba sentado en su silla, frente a su escritorio observando con detalle cada parte de la habitación donde había estado durante 17 años. Las lágrimas ya habían cesado un poco, pero de vez en cuando no podía controlar el espasmo que se ocasionaba en su cuerpo por el reciente llanto. Se quitó las gafas y pasó sus manos por su rostro, subiendo a su castaño y algo largo cabello. Estaba algo desaliñado pero no se podía esperar mucho de más de un adolescente que iba a mudarse a una ciudad nueva sin conocer a nadie dejando atrás a sus verdaderos amigos con los que seguramente perdería el contacto una vez se instalase en la nueva casa de su padre.

Se iba al día siguiente, por la mañana, nada más despertar. Por lo que decidió reunirse con aquellos que seguramente dejarían de ser sus amigos en menos de un periodo de un mes pero que hasta entonces habían sido importantes para él. Decidieron reunirse en el parque donde siempre quedaban para charlar, jugar o simplemente comer pipas. Y ahí estaban: Dante, Willy, Ebaristo y Athenea; sus mejores amigos, todos con los ojos algo rojos por evitar que las lágrimas saliesen de sus ojos.

-Chicos, quiero que sepáis que habéis sido super importantes. Pero a veces la vida nos separa, y este es uno de esos caso- dijo con su voz algo rota-.

-Horacio Pérez. Te echaremos de menos. Sobre todo yo, muchacho. Te quiero mucho- se acercó sin ningún pudor a su amigo, Ebaristo España, con los brazos abiertos, pidiendo permiso para un fraternal abrazo al cual fueron uniéndose los demás. A más de uno se le saltaron pequeñas gotitas de sus orbes pero ninguno lo aceptaría-.

No solo se quedó ahí. Hicieron de su última quedada una que fuese recordada por el de ojos verdes lo máximo posible. Pasearon por las calles, coleccionando antiguos recuerdos, jugando, charlando, riendo, que eso era lo más importante. Tener una cálida despedida le estaba haciendo mal al castaño pues eso haría que le costase más su partida pero era obvio que también lo necesitaba y que si no hubiese sido así, su ida sería más amarga.


La mañana que no quería que se acercará al final llegó. Su padre se encontraba en el coche, esperándolo. Horacio tomó su equipaje y se dirigió a la cocina, donde se encontraba su madre.

-Mamá...- la mujer si quiera le miró, tan solo hizo un pequeño sonido a modo de demostrarle que lo escuchaba-. Que sepas que yo... Yo te quiero- sonrió amargamente con un nudo en la garganta. De verdad le dolía el no haber tenido una mejor relación con su madre-.

La nombrada tan solo se giró, dándole la espalda a la criatura que había dado a luz. El chico se quedó observándola cuando a los pocos segundos se pudieron escuchar suaves sollozos y como el torso de la mujer se ampliaba y disminuía. Al percatarse de esto, el de ojos verdes fue corriendo hacia ella abrazándola por detrás y sin decir nada más, se fue corriendo pues no quería arrepentirse de su decisión. Metió sus maletas al maletero y subió al asiento de copiloto y cerró la puerta del auto. Directamente apoyó su codo en la ventanilla y su mentón en su mano, observando su -ahora- antigua casa.

-¿Listo, campeón?- El castaño asintió con una -algo falsa- sonrisa-.

Y así emprendió su viaje hasta la ciudad de Los Santos, donde comenzaría una nueva vida.

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Pero lo quieres a él...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora