Insano

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Tenía los ojos vendados, a sus oídos llegaba música de cuerda y el sonido de diferentes voces y risas, su nariz olfateaba multitud de aromas: perfumes mezclados con el olor de la comida.

Quiso quitarse la venda, pero alguien lo tomó suavemente de la mano, guiándolo a través del espacio que no podía ver. De pronto aquel que le guiaba se detuvo.

—Prueba.

Sintió un aroma más cercano. Abrió la boca y sus papilas se impregnaron con el sabor del canapé

—Tiene una textura cremosa, el sabor es suave, ligeramente salado. Queso, especias y...

No acabó la descripción, de nuevo acercaron otro aperitivo a su boca. Después de degustarlo dejó escapar un pequeño suspiro de placer.

—Dulce. Otra vez cremoso, con un ligero amargor, tal vez ron y un toque picante al final.

—¿Te gustó? Dulce y amargo, sientes que quema ligeramente tu boca, ¿no es así?

Aun percibía la textura untosa efervesciendo sobre su lengua. Cuando iba a contestar, otra cosa se acercó a su boca.

Labios suaves, pero demandantes reclamaron los suyos mientras el aroma a incienso se cernía sobre él. Una lengua ávida se introdujo en su boca para recorrerla con fogosa necesidad, como si allí pudiera conseguir algo que le hacía falta. Sintió un leve mordisco en el labio inferior y luego el incienso, el calor del otro cuerpo y los labios ardientes se alejaron.

Desconcertado, Lorenzo se quitó la venda y miró a su alrededor. No había nada más que un paraje oscuro y rocoso tenuemente iluminado por un sol fosforescente. No había orquesta, ni personas, ni comida, solo él y la sensación de desolación en la que lo dejó aquella presencia al apartarse.

Cerró los ojos y una lágrima escapó de sus ojos oscuros.

—Ya no somos nada. ¿Qué sentido tiene que hagas esto? ¿qué te apartes de mí?

Lorenzo giró y lo vio sentado entre piedras, tan negras como la noche que los rodeaba, como el color del que estaban manchadas sus alas. Volvió a hablar.

—Aparentas ceder solo por un momento a tus deseos, a lo que eres cuando en realidad es la totalidad de tu esencia. ¿Pasaremos la eternidad persiguiéndonos, queriéndonos para luego fingir que no es eso lo que somos, unos amantes malditos?

A medida que Lorenzo se acercaba podía ver mejor su rostro compungido mirando al suelo.

—¿Qué es lo que quieres, Zadquiel?

El ángel desterrado lo miró con esos ojos dorados impregnados en tristeza y confusión.

—Yo sé lo que quiero —le dijo Lorenzo cuando estuvo cerca, con la mano en su mentón y ejerciendo fuerza para que se levantara, cuando logró su cometido lo tomó por la cintura y lo acercó a sí —Te deseo, tanto o más que cuando estábamos vivos.

Hundió el rostro en el cuello blanco del otro y comenzó a besarlo a alternar sus labios con sus dientes.

Allí, donde el tiempo y el espacio eran irrelevantes, donde ya no podían esconderse de lo que realmente eran, sentían y querían, estaban más allá del bien y el mal, pero Zadquiel continuaba empeñado en tener esperanzas.

Deslizó la mano por el pecho desnudo del ángel en desgracia, sintiendo sus yemas arder ante el toque. Zadquiel giró y con una expresión trágica se hundió en su boca.

Así pasaban la eternidad una y otra vez resistiéndose para finalmente ceder.

Un hábito malsano y cansino que poco a poco los destruía. No había castigo más allá de la indecisión de sus propios espíritus, que perseguían algo que no podían tener.

Zadquiel deseaba volver y Lorenzo lo deseaba a él quien no se terminaba de entregar, de aceptar lo que a su entender anidaba en su alma.

Mientras le desabrochaba el pantalón se preguntó si realmente un ángel podría amar como lo hacían los humanos. Quizás Zadquiel tenía razón y su lugar no era con él, su alma siempre añoraría la gracia que perdió, jamás estaría totalmente conforme.

—¡Bah! ¡No importa! ¿Quién lo está? —le susurró al oído antes de dejarle una caricia con su lengua húmeda y caliente.

Zadquiel gimió contra sus labios, entregándose una vez más en los brazos del mal, de ese ser que representaba la oscuridad que habitaba en su propia alma y por la cual lo repudió el creador. La tentación.

¿Cómo podría resistirse?

Lo mordió en el hombro cuando, con sus dedos, Lorenzo comenzó a darle placer. Zadquiel no lo culpaba. No diría que el vampiro lo llevó a la perdición. De hecho, para ser sinceros, que Lorenzo le acompañara en ese limbo era su culpa, murió por él, él lo sedujo hasta que el vampiro no lo soportó más. Pensar en eso le llenó de satisfacción.

Sí, su alma estaba corrupta.

Tan corrupta como el dueño de aquellos labios, cálidos y carnosos como las manzanas del Edén, donde deslizaba su lengua, ávida. Lorenzo lo tomó con fuerza, apoyándolo contra la roca negra, su mejilla chocó con la piedra mientras el vampiro entraba, sin ningún cuidado, dentro de él. Aulló de dolor y después de placer. Entre embestidas que le hacían saltar las entrañas, el ángel exiliado pensó que él era semejante a aquellos que siguieron a Luzbel, aunque su pecado no fuera la arrogancia.

¿Cuál fue su pecado?

Otra deliciosa arremetida que le hizo estremecer. Un mordisco en la nuca y sintió como se deslizaba la sangre por su espalda. Después esa lengua rasposa de su amante barrió todo a su paso, incluyendo la culpa y el odio.

¿Envidia? Sí, envidiaba a los humanos que podían entregarse a sus pasiones más primitivas, como esa en la que él se encontraba envuelto en ese momento.

La mano de Lorenzo se prendió de su miembro, erguido y duró, y comenzó a masturbarlo mientras le susurraba obscenidades en el oído. ¿El creador lo estaría mirando? ¿Vería cómo se estremecía? ¿cómo gritaba en medio de su concupiscencia? ¿Cómo sucumbía al placer robado que Dios le negó siempre? Gruñó mientras se corría, al tiempo que el vampiro se derramaba dentro de él.

Ya no tenía colmillos, aun así, en medio del frenesí le había mordido, era difícil dejar atrás las viejas costumbres y ahora observaba la marca de sus dientes en la blanca piel. Besó la herida con algo de culpa y le acarició la espalda en medio de aquellas enormes alas que todavía conservaba. Zadquiel volvió la cabeza y lo miró por sobre su hombro con esos ojos dorados que parecían arder, queriendo volverlo cenizas de nuevo.

No entendía a ese ser. ¿Zadquiel lo amaba o lo odiaba? A veces sentía que el único deseo del ángel era destruirlo, que solo entonces estaría complacido. De todas formas, no importaba, no mientras continuara con él. No importa si era en la tierra, en el infierno, en el cielo o en el limbo donde estaban, jamás se alejaría de Zadquiel así fuera su condena, así su destino fuese rasgarse en pedazos una y otra vez.

 No importa si era en la tierra, en el infierno, en el cielo o en el limbo donde estaban, jamás se alejaría de Zadquiel así fuera su condena, así su destino fuese rasgarse en pedazos una y otra vez

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