Peter Falco se agachó al máximo, con la nariz a unos centímetros del suelo. Las rodillas le dolían, a pesar de las almohadillas que llevaba, hechas de alfombra gruesa. Los pulmones le ardían con el áspero polvo alcalino y el calor, aunque apenas eran las ocho y media de la mañana. El sudor de la frente le caía al suelo en gotas. Pero a Falco le daba lo mismo la incomodidad; toda su atención se concentraba en el cuadrado de tierra de quince centimetros que tenía ante él.
Al trabajar pacientemente con un mondadientes y un cepillo de pelo de camello, de los que usan los pintores, dejó al descubierto el diminuto fragmento, en forma de L, de una quijada. Medía nada más que unos tres centímetros de largo y no era más grueso que el meñique. Los dientes eran una hilera de puntas pequeñas, y tenía la característica torsión en ángulo en el centro. Pedacitos de hueso se desprendían en escamas, mientras Falco cavaba. Se detuvo un momento para pintar el hueso con pasta de caucho, antes de seguir exponiéndolo al aire libre. No había la menor duda de que era la quijada de un bebé dinosaurio carnívoro. Su dueño había muerto hacía setenta y nueve millones de años, a la edad de alrededor de dos meses. Con algo de suerte, también podría hallar el resto del esqueleto...
—¡Eh, Pete!
Peter Falco miró hacia arriba, parpadeando deprisa bajo la luz del sol. Se bajó las gafas ahumadas y se secó la frente con el brazo. Se puso en pie.
Falco, de 35, atlético, con el pelo negro y la piel algo bronceada, oyó el resoplido entrecortado y constante del generador portátil, y el lejano martilleo de la perforadora neumática abriéndose paso en la roca densa de la colina siguiente. Vio a los chicos que trabajaban alrededor de la perforadora, apartando los pedazos grandes de roca después de revisarlos para ver si contenían fósiles. Al pie de la colina divisó las seis tiendas cónicas, de estilo indio, de su campamento, la tienda en la que comían el rancho, sacudida por el viento, y la casa rodante que actuaba a guisa de laboratorio de campaña. Y, al fijarse, vio a Pedro Owens, haciéndole gestos con los brazos, desde la sombra del laboratorio de campaña. Peter se aferró el sombrero de «Fedora» a la cabeza y comenzó a bajar por la colina.
Los visitantes encontraban las tierras malas de Snakewater depresivamente sombrías pero, cuando Falco contemplaba ese paisaje, veía algo por completo diferente. Esa tierra árida era lo que quedaba de otro mundo, muy diferente, que se había desvanecido ochenta millones de años atrás. En los ojos de su mente, Peter veía el cálido y pantanoso brazo de río que conformaba la línea de ribera de un gran mar interior. Ese mar interior tenía mil novecientos kilómetros de ancho, y se extendía sin solución de continuidad desde las recientemente elevadas Montañas Rocosas hasta las agudas y escabrosas cumbres de los Apalaches. Todo el oeste norteamericano estaba bajo las aguas.
Solo pensar en lo que alguna vez fue ese mundo extinto provocaba en Falco una cierta sensación de nostalgia.
Pedro Owens serró la puerta de la casa rodante y, de un salto, bajó los escalones. Se dirigió a una de las carpas, contemplando bajo el sol como, a lo lejos, Peter Falco se acercaba trotando.
—¡Pete! —dijo Owens, extendiendo la mano y exponiendo una deslumbrante sonrisa.
—¡Miren quien decidió dejar de ivernar! —bromeó Falco, estrechando la mano y emitiendo una leve risa— ¿Se te fue la hora o que?
—Oye, ¡no todos tenemos un gallo en el cerebro que nos levante con el primer rayo de sol!
Falco rió y contestó:
—¿Y entonces que?¿El despertador dejó de funcionar otra vez?
—¡Pues más le bale que no! —dijo James Peters al salir de la tienda cónica, un joven delgado de cabello castaño risado y una casi adorable cara de niño— Porque ya me estoy cansando de arreglarle sus juguetes.
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Parque Jurásico: Evolución
AdventureEn un desesperado esfuerzo, un equipo de investigadores realiza un viaje para documentar e investigar a las criaturas des-extintas de la remota Isla Sorna, Costa Rica. Sin embargo, las cosas terminan de manera desastrosa y el grupo deberá enfrentars...