Sombras en sus Pupilas.

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Hacía ya tiempo que sufría sueños extraños, que tenían como protagonistas, a reflejos sin nombre, sombras con un rostro indefinido de color grisáceo. Bajo su frente se abrían dos ojos de un vacío color azul, pupilas dilatadas que se clavaban en tu mirada haciendo el pensar imposible. Me susurraban cosas, cosas sin sentido y quizás en otro idioma. Sus cuerpos me recordaban al de marionetas; sin vida, con movimientos desalmados y lacios.

Me desperté en mi cuarto, un poco sofocado por las extrañas pesadillas. El sol radiante me sonreía a través de la ventana y los árboles frondosos plagados de flores violetas adornaban la vista de mi balcón. Era un Viernes por la mañana; en mi reloj digital marcaban las siete y media, así que me desperecé un poco, cogí mi uniforme y fui directo a la ducha. Cuando abrí la puerta del cuarto de baño, juraría haber visto una sombra deslizarse por el suelo hacia la derecha. Como estaba un poco somnoliento, culpé a mi subconsciente e hice como si no hubiese pasado. Tras desvestirme, me metí dentro de ese habitáculo cuadrado, notando plenamente el agua helada que salía del grifo, consiguiendo que me despertara. Como no podía soportar más el frío, decidí salir para poner el calefactor. Entré de nuevo y más tarde, me puse la ropa.

-En el colegio, clase de matemáticas-

“Debéis poner las “x” aquí para que os de el resultado”- Explicaba María, apoyada en la pizarra-

Yo no estaba atento a la explicación, solo podía pensar en si había visto aquella sombra en el baño realmente, o si había sido solo mi imaginación. De repente, caí en la cuenta de algo… Debido a la luz que desprendían las bombillas, María proyectaba un reflejo en la pizarra pero, lo extraño del asunto era que no se movía ni un milímetro y los demás no se daban cuenta. Yo, en cambio, sabía que estaba ocurriendo. Aquel fantasma se volvió hacia mi y, me señaló con el dedo, al tiempo que movía los labios. Abrió los ojos y pude ver con claridad aquel color azul. Solo pude estremecerme cuando, lentamente, esbozó una terrible sonrisa blanca, hecha de afilados colmillos transparentes como un fino espejo. En un instante, se volvió negra y fue desvaneciéndose por el borde inferior de la pizarra. Pasaron los minutos y pensé que se había ido pero, no podía estar tranquilo. Sabía que ese monstruo rondaba por ahí, acechándome.

Al instante, sentí una fuerte presión que tiraba de mi hacia abajo. No lo dudé y grité como no he gritado en los días de mi vida. Todos me miraban y se levantaron corriendo para ayudarme.

“¿Qué te pasa?”

“¿Estás bien?

“Mi…¡Mirad debajo de la mesa!

“Javi…. No hay nada

Me quedé pasmado me di cuenta de que la presión se había esfumado y que de mis ojos salían dos lágrimas, sometidos a un terrible shock. Intenté reponer las fuerzas pero, solo conseguí desmayarme.

Me desperté en la enfermería del colegio y enseguida empecé a notar ese olor a betadine tan característico de los hospitales. Con su cara afable, Ana, la doctora me sonreía alegremente de oreja a oreja. Al ver que me recuperaba me hizo algunas preguntas como “¿Por qué te has desmayado?” o cosas por el estilo para hacerme hablar. Como pensaba que me iba a tomar por un loco, le mentí acerca de lo que había visto. Aunque todavía estaba dudosa, me dejó marcharme a casa para que descansase. Emocionado, le di las gracias y salí de allí lo más rápido que pude.

Mientras iba por la calle, no podía evitar fijarme en toda sombra o reflejo extraño con el que me cruzaba. Estaba confundido y no llegaba a comprender lo que pasaba. Todo se venía abajo y la situación se me escapaba de las manos pero, decidí pararme en seco para razonar un poco. Pensé y pensé cuando, a la velocidad del rayo, aquel recuerdo reprimido me vino a la cabeza: Mi antiguo colegio, aquel niño de ojos azules que gritaba, presencié su muerte…. Y no hice nada. Solo huí y olvidé todo. Ahora las piezas del puzle encajaban. Recordé en ese instante a mi padre, indefenso en mi casa esperándome a que saliera del colegio. Me figuré que intentarían ir a por él para llegar a mi.

Corrí y corrí hasta llegar a casa; las puertas estaban abiertas de par en par y en la principal se exhibía un gran arañazo. Al entrar, vi sangre por todos lados. Temía saber lo que pasaba, y con horror, incluso tiritando, empecé a avanzar hacia atrás hasta terminar inconscientemente en el espejo del pasillo. No me dio tiempo a reaccionar cuando aquellas manos negras salieron del espejo, agarrándome de los hombros y metiéndome dentro del espejo. Yo gritaba y le daba golpes al cristal pero sin resultado. Algo asomaba en el lado derecho del corredor, un niño pequeño con los ojos cerrados y ensangrentados caminaba hacia mi con un espejo en las manos. Se puso delante mía y lo alzó a la altura de mi cara. Decidí observar a mi reflejo y vi que, yo mismo, tenía ahora los ojos azules.

F. Javier Barea Nuño

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