La crueldad del mundo y el amor

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El mundo como lo conocía era un fiasco, doloroso, las palabras que escuchaba eran mínimas y no solían ser más que gritos, ese monstruo solía encerrarlo en una bolsa de tela, atrapado por horas, dentro de su cuarto. Su pequeña mente distorsionaba la imagen de lo real, a él lo veía como una bestia deforme, oscura y maloliente; los gritos de su madre no hacían más que confundirlo.

Ella también era encerrada con él, y recibía las peores partes, su piel tan amoratada que el negro se apoderaba de cada zona de su cuerpo, esa era la sangre coagulada.

Ahora son solo pesadillas, lo son.

El dolor en las entrañas, las náuseas, apenas lo soporta, apenas y soporta que lo toquen.

Aprendió a distinguir el sonido de los pasos cuando alguien se acerca, a controlar su propia respiración, a no hacer el menor ruido. Está alerta incluso sabiendo que ya no tiene por qué ser así, a pesar de ello, sonríe; sonríe para sus amigos, haciéndoles creer a los incrédulos aquella fachada que ha estado perfeccionando durante toda su vida.

Besa a su madre en la mejilla como si el contacto no fuese capaz de erizarle la piel del asco que le provoca tocar a otro ser humano, a pesar de que la quiera. Cuando está con ella, finge que sus ojos no han perdido jovialidad, que todavía mantiene el brillo digno de un alma nueva, que no ha pasado por los martirios que él, pero no hay luz que ilumine su mirada tétrica, está hueca y llena de sombras.

Ya le ha dicho a él ese demonio que todavía lo azora en sus pesadillas, que su sonrisa es asquerosa, que le agradaría arrancársela de su pálido rostro, porque sabía que cuando sus labios se curvaban era una completa mentira.

Su madre sospecha lo que esconde detrás de esa máscara, sin embargo, solo hay alguien que verdaderamente lo entiende, una única persona conoce la verdad.

Las palmas están rojas, los pies cansados, todo un arduo recorrido, solo para obtener su silencio.

Su mamá intentó como cada día convencerlo de que no fuera, de que aquel hombre ya no tenía salvación, y que si seguía buscándolo, este lo hundiría en su propia miseria.

Siempre son los mismos ojos llorosos en el rechoncho y cansado, aunque amoroso rostro de ella, eso ya no importa, aunque le duela, tampoco podría comprenderlo.

Todo su esfuerzo, sus manos callosas, su cabello mojado por el sudor, la ira y el dolor de no recibir respuestas, cuando llega a esa cabaña oscura, ese hombre solo le ofrece un cruel y frío silencio.

Su ceño se frunce, comenzará de nuevo una discusión, pues él no quiere su ayuda, ni siquiera lo quiere aquí.

No importa cuánto intente contenerse, su indiferencia siempre lo daña.

El olor a moho y humedad ya es cotidiano para él, aquello que no se cansa de oler es el aroma de su espalda. Él puede gritarle, desenfrenar su boca mal hablada, empujarlo incluso y arrojarle su propia mierda, no le interesa, no se irá, será su castigo hasta su muerte y lo hará pagar por lo que hizo.

El hombre viejo se queja entre gruñidos animales, casi incomprensibles. Su rostro es digno de un vagabundo sucio; le hace preocuparse por su inexistente cordura al, de todas formas, encontrar  un atractivo detrás de esa mugre y sudor espeso.

La imagen frente a él es patética, Martín se arrastra con ayuda de sus gruesos brazos por la cama, probablemente llena de ácaros, y rueda hasta alcanzar la silla de ruedas, sentándose con dificultad en ella, porque su orgullo le impide dejarse ayudar.

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⏰ Última actualización: Jul 15, 2021 ⏰

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