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Caminaba por la casa, de una habitación a otra, del salón a su cuarto, de la cocina al balcón. Iba despacio con la mirada fija en esos pensamientos, que muy cerca del suelo, le marcaban el trayecto. En la mano sostenía una taza de café, que poco a poco había comenzado a sustituir al vaso de leche con galletas que tomaba desde niña.

Estando a medio vestir y descalza, se detuvo a mirar por la ventana, y entre sorbo y sorbo, contaba en su mente cada una de las casualidades que se sucedían frente a sus ojos. Un semáforo que se ponía en verde en el momento en el que un hombre se disponía a cruzarlo, otro que tropezaba con una grieta de la acera, un soplo de aire que levantaba la falda de una joven, y de repente, todas las farolas se apagaban al mismo tiempo.

Volviendo en sí, se dio cuenta de que la radio todavía estaba encendida, no es que le prestara atención, sino que era una forma de activar su mente por las mañanas; odiaba pensar en silencio. La misma frase con la que concilió el sueño, se repetía una y otra vez en su paladar, como si el fantasma de su lengua hubiese sido condenado a pronunciarla sin descanso.

Su reflexión se centraba en que las casualidades son actos independientes que encuentran un punto de interacción fortuito provocando una coincidencia inesperada. Pero si te paras un segundo a observar a tu alrededor, te das cuenta de que es un mecanismo constante, que nace de la libertad de millones de decisiones que son tomadas cada segundo, por millones de personas a lo largo de la historia.

Algunas de ellas son catastróficas, la mayoría pasan desapercibidas, pero cuando surge una que es maravillosa, te das cuenta de que todo lo que has hecho en tu vida, hasta el más insignificante de los actos, te ha conducido allí y sientes que ése es el lugar y el momento en el que tenías que estar. Y así le había ocurrido a ella unos días atrás:

Dejó sonar el despertador diez minutos más y no le dio tiempo a desayunar, por lo que paró en la panadería para comprarse un donut y perdió el tren que solía coger. Se subió en el siguiente, después de que un hombre le golpeara con el hombro al salir y ni siquiera se disculpara. En su asiento encontró una carpeta que alguien había olvidado, y curioseando en su interior descubrió que pertenecía a una chica, estudiante de Biología, que tendría problemas si no entregaba ese día un trabajo sobre Patología Molecular Humana. Se bajó en la siguiente parada y, decidido a obrar su buena acción del día, se dirigió a la facultad.

Recorrió los pasillos y las aulas durante dos horas sin éxito, hasta que cansada y desmotivada, decidió tomarse algo en la terraza de la cafetería. Un zumo y una tostada de jamón después, se dispuso a pagar pero no encontró su cartera en el bolsillo izquierdo del pantalón. Desconcertada, sondeó la posibilidad de salir corriendo, pero vio que el camarero, vigilándole con desconfianza, se estaba acercando a su mesa.

Volvió la vista y se encontró con una chica sentada frente a él, sujetando un billete de diez euros, que entregó al camarero en cuanto llegó. Ella trató de justificarse, pero ella, anticipándose, le dijo que podía devolverle el favor invitándola a cenar el viernes. Después escribió su número en un billete de metro, recogió la carpeta, que todavía estaba encima de la mesa, y se marchó con un rápido movimiento de pelo…

Los sábados por la mañana era su momento favorito de la semana, le gustaba madrugar sin tener la obligación de hacerlo, y desayunar despacio mirando por la ventana, a medio vestir, mientras de fondo sonaba la radio. Era su momento de inspiración, de meditar, de tratar de entender la vida y sus mecanismos. Y mientras apuraba el último trago de su café, seguía sin dar crédito al misterio oculto en esa frase que todavía se repetía en su cabeza: «tienen que ocurrir tantas cosas para que dos personas se conozcan…»

Relatos de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora