Wild

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A Juliana siempre le había gustado su casa, vamos, a sus 11 años no había vivido en ningún otro lugar nunca, pero había pequeñas cosas dentro de su reducido mundo de las cuales siempre podía estar segura. Tan segura como que cada día amanecía y anochecía. Eran ese tipo de consistencias intangibles de podía estar segura. Pero aun no era capaz de comprenderlas del todo en un mundo tan vasto y grande como en el que vivimos todos los seres humanos, así que le gustaba reducir todo eso a su pequeña casa, dos casas antes del final de la calle, de un vecindario, o sea, su mundo entero.

Una de ellas era esa pequeña gotera que caía en el pórtico, justo a un lado de la mecedora favorita de su padre, la que tronaba fuerte cada vez que él se sentaba a descansar. Otra cosa de la que estaba segura con todas sus fuerzas, era el ruido que hacían los escalones de madera de la escalera. Cada tres escaños sonaban un crujido, su padre había dicho que lo repararía al menos 20 veces los últimos 4 años. Estaba segura también de la falta de empaque de la ventana de la cocina, esa que se atrancaba muy fuerte cuando era época de vientos. A veces era imposible cerrarse y su padre le pedía que sostuviera un trozo de madera que tapara la ranura.

Había miles de detalles iguales y sus ojitos chocolate brillante se habían tomado el tiempo día tras día, año tras año, para absorber cada uno de ellos, después de todo, todos ellos conformaban su hogar, su vida, su todo.

Todas las tardes, al regresar de la escuela, Juliana corría escaleras arriba, acompañada del crujido de los escaños en sus pies, junto con del grito del Chino diciéndole que se iba a caer. Entraba a su habitación, esa, la que tenía paredes forradas de un empapelado de flores, tiraba su mochila en alguna esquina y se cambiaba el uniforme a una velocidad impresionante. Para correr de nuevo a la puerta tomar su bicicleta, la rosa con una campanilla en el manubrio, la que tenía listones de colores, la que le quedaba corta y ya no le servían muy bien los frenos y pedaleaba muy fuerte hasta lago cercano.

Nunca se metía, se lo había prometido a su padre desde que le rogo un día para que la dejara ir sola, pero siempre le había dado tranquilidad el simplemente sentarse ahí, en la orilla, sus ojos se perdían en las tranquilas aguas azules del lago. Hacia aproximadamente 8 años su madre se había ido dejándola con el Chino, su padre no le había dado explicaciones y ella no las había sabido pedir, era una pequeña, apenas consciente de su propia existencia en este mundo en ese entonces y con forme fue creciendo, al final era más fácil asumir el que nunca existió una madre como tal. Ellos se las arreglaba solos, su padre trabajaba la mayor por su cuenta dándole tiempo de pasar con ella.

Un día andando en bicicleta por el vecindario había dado a parar a ese lugar, estaba bastante alejado del ojo de agua principal, estaba cubierto de una espesa vegetación, y un pequeño estanque más pequeño a un costado. Ese espacio se había convertido en el santuario que no sabía que necesitaba. Nadie más lo conocía, salvo su padre, el cual había colgado de una rama un neumático con una cuerda, un columpio al lado del lago en el cual ella había pasado tardes enteras balanceándose en el pensando en todo y en nada. Era una niña que tenía amigos, muchos en realidad. Pero que siempre apreciaba de sobre manera la soledad de sus pensamientos.

La tarde avanzaba lento como sus memorias y el Chino de seguro no tardaría en comenzar a preparar el almuerzo. Tomo la bicicleta rosa con destellos de colores y por primera vez en mucho tiempo sintió un poco de pena, quizá debería decirle a Chino que la pintara de otro color o que le comprara una nueva, una que pudiera montar cuando comenzara a crecer más, comenzaba a sentirse incómoda por la temática infantil de su vehículo.

Se montó en ella y comenzó a pedalear fuerte mientras el aire le golpeaba en la cara, era las cosas que más amaba de montar bicicleta, la libertad que sentía al tener su cuerpo danzando con el aire. Amaba llegar a casa con las piernas temblando por el esfuerzo de las subidas y bajadas de las colinas poco empinadas aledañas a su hogar, tenía sus favoritas. Esas que estaban tan inclinadas que la hacían levantarse de su asiento para hacer más esfuerzo con las piernas. Estaba esas otras las que bajaban lisas y pavimentadas, esas que a veces descendía mientras cerraba los ojos y extendía las alas como un ave en pleno vuelo, esas eran sus favoritas.

Blue NeighbourhoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora