Fotógrafos, periodistas y paseantes curiosos se amontonaban al otro lado de las verjas negras coronadas con cobrizas flechas. La gendarmerie y la seguridad del hotel hacían un pasillo improvisado para que pudiesen salir los ocupantes del taxi eléctrico sin ser interceptados por la sobreexcitada masa. Los tres pasajeros miraban asombrados por las tintadas ventanas, no esperaban este recibimiento como si fuesen estrellas de cine. En el asiento delantero, el horondo hombre se giró hacia la pareja y esbozó una sonrisa bonachona que onduló su bigote poblado y formó dos círculos perfectos en sus mejillas.
—Oh, lá, lá —exclamó dando sonoras palmadas—. ¡Voilà! Sois famosos. Ya os dije que aquí es donde teníais que presentar vuestro descubrimiento, mis queridísimos amigos. La Convención Científica va a ser un hecho histórico. Os darán el Nobel, lo presiento.
—Parece que hemos tenido bastante repercusión —respondió con incrédulo rostro la mujer nórdica desde atrás—... No obstante, aún tenemos que acabar nuestro trabajo. Lo que hemos hecho hoy era una mera introducción, ¿verdad? ¿verdad, Robert? ¿Robert?
—Sí, así es —dijo abstraído, sin pestañear, centrado en el alboroto reinante en el exterior—. Así es, Ann.
—Très bien, amigos. Muy bien. Ahora toca descansar. Mañana será un gran día. Lo será. Os darán el Nobel por vuestro invento—exclamó fuera de sí el narizudo representante francés, radiante de vitalidad.
—A mí no me importan los premios. Me importa la ciencia, Alain. —Lo sé, mi querido Zahovic. Usted es un científico de los que nacen cada 300 años, usted es un verdadero genio. ¡Un genio! ¿Qué menos que le recompensen por ello?
—Los avances científicos han de ser una recompensa a toda la especie humana y al planeta, no al científico que lo descubra. El progreso de la humanidad es la recompensa.
—Exacto, exacto, queridísimo amigo —dijo con alegría veraniega—. Bueno, movámonos ya. La gente se está empezando a poner nerviosa. Conductor, abra el coche y las puertas, haga el favor. ¡Allez!
—Orden confirmada —dijo con voz neutra el androide que iba al volante. Los pestillos se desconectaron, las puertas se destaparon y los ocupantes bajaron raudos.
—¡Abre el maletero! Ey, ey, coge las balizas de los invitados. —Oui, oui —respondió cuadrándose un joven metre de traje impoluto como la nieve.
—No pasa nada, puedo llevarlas yo —dijo Robert Zahovic con humildad.
—¿Y qué trabajo haría yo, Monsieur? Permítame.
—¿Mr. Zahovic que le ha parecido la recepción de sus teorías por la comunidad científica? ¿Ha habido una buena acogida entre compañeros?
—Adelántenos algo de lo que dirá mañana —gritaron desde segunda línea. —Para la BNC. ¿Cree que su experimento podría tener éxito? ¿No cree que es muy ambicioso buscar tanta inversión inicial sin haber obtenido resultados?
—Vamos Robert —ordenó Ann asiéndole de la mano, él miraba los flashes y las coloreadas setas con confusión y parálisis en los movimientos—... ¡Avanza! Ya hablaremos mañana. Gracias. Estamos muy bien. Gracias por la atención.
—No es nadie, hija. No son nadie, lo siento.
Una señora de rostro sucio y cabello desharrapado sostenía en brazos a un chiquillo que mordía un donut y deshacía su cobertura de chocolate en su boca manchándole toda la cara. A la altura de su cintura enfocaban los ojos de una niña, la hija, que perdían su brillo y se decepcionaban mirando al hombre de pelo rizado que era guiado de la mano una mujer. Al menos, el abultado tercer hombre tropezó y cerca estuvo de morder el polvo. La niña se carcajeó señalando con el índice. Robert, atento al dedo inquisidor de la juvenil, también se burló, en silencio, sin alterarse, sin dar señal de ello.
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La Torre
Science FictionRelato corto ubicado en París, en la Convención Científica de 2047. Robert Zahovic presenta su gran y revolucionario proyecto para el mundo. Un beneficioso avance tecnológico pero del que no todo el mundo se fía.