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Su hermano gemelo tenía el cabello de ese color que parecían hebras del mismísimo sol, y ojos grandes y serenos como las mismísimas olas del océano. Sin duda, sus padres no se equivocaron cuando lo enviaron a custodiar el día. Eugeo mismo era luz pura... todo a su alrededor parecía florecer cuando caminaba. La luz emanaba de todos sus poros y rimaba con la brillantez del propio astro rey, Solus. Vestido de azul como el firmamento o los mares, que soberbios ondeaban bajo sus pies, se podía decir que de lo magnífico que era, la tierra danzaba a su alrededor cada vez que su corazón latía.

Él, sin embargo... usaba las sombras como almohada. Las tinieblas eran su hogar, la noche su vestido y su comida. Sus designios, al igual que los de su hermano gemelo que custodiaba el día, eran regir las horas en las que Solus desaparecía. La noche era su emblema.

Sus pupilas tenían el color representativo del astro que gobernaba en sus dominios, color acero, como la lúgubre luz de Lunaria. Su piel era blanca como la nieve, al no haber conocido nunca la inclemencia del sol, razón por la que constantemente se hallara ataviado en negrura como un cielo sin estrellas.

Jamás se lamentó del papel que le confirieron al soplarle aliento. Era el dios de la oscuridad. A su paso los animales temblaban y la hierba se apresuraba a cumplir su ciclo vital. Su hermano confería vida a todo lo que tocaba. Él, en cambio, tenía una misión más... noble: La quitaba.

Así el ciclo de la naturaleza seguía su curso y el balance entre los seres vivos se mantenía en equilibrio.

Ambos hermanos eran tan diferentes y, a la vez, tan similares que causaban verdadera fascinación. Por sus venas corría sangre divina, la misma matriz que les dio a luz con sus dones y gallardías, fue la que los erigió en lugares diferentes. El emblema del elemento que manejaban era majestuoso, la luz y la oscuridad fluían de la punta de sus dedos, a veces con un soplo de su aliento, otras veces con una orden directa. La voz del dios de la oscuridad sonaba atronadora, como una tempestad. En cambio, la del dios de la luz, Eugeo, se asemejaba a la brisa del verano, suave, melodiosa. Oírlo era una oda semejante al trinar de las aves.

Hasta en eso eran distintos.

Pero la sangre divina que corría por sus venas aseguraba a todo el que quisiera oír, que eran hermanos gemelos, tallados bajo el mismo molde.

—¡Kazuto!

El joven se volvió, cubriéndose la cabeza con sus tinieblas. A su alrededor el territorio oscuro y hostil de Underworld serpenteaba al igual que su poder. Los primeros trazos de la noche asomaban por sus hombros. Allá, Eugeo, acompañado de los últimos rayos de Solus, le sonreía con ese gesto despejado que tan bien conocía. Su cabello, gracias al crepúsculo, parecía cobre bruñido y era gracioso que, pese a que su ciclo acababa, seguía viéndose igual de deslumbrante.

—Eugeo —le respondió lacónico, acercándose, llevando consigo las sombras, la luna y las estrellas—, no es momento para que Solus se mantenga palpitante en el cielo, faltan varias lunas para que llegue la época de las cosechas...

—¿No lo has notado, hermano? La estación de las flores ya está aquí... tendrás que retroceder, en el verano pierdes poder y no deseo que te enfermes.

Miró los pequeños pimpollos que florecieron tras sus palabras. La hierba parecía más verde que nunca y a su nariz llegaba aquel dulce aroma a naturaleza que tanto detestaba.

Era obra de Terraria.

—Me han robado parte de mi tiempo. Los lagos aún no deshielan y el invierno flota en el aire. Mira... —sopló algunas partículas y el viento frío hizo estremecer al precioso escucha quien solo respondió con una risita. —¿Qué es tan gracioso?

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⏰ Última actualización: Jul 30, 2021 ⏰

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