El escritor y la gota

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Siempre me consideré un hombre de sueños lúcidos. Una persona que, al dormir, no presenta dificultades para concientizar lo que sea que se le presente. De este modo, he tenido aventuras poco ortodoxas casi rutinariamente. Aquella que lea estos prosódicos manifiestos, quizá logre identificarse: pues, en definitiva, creo que todos han tenido al menos una experiencia perdurable al dormir. Lo que acontece en mis sueños no es diferente: lo diferente yace en su frecuencia.


Hablaba el otro día con Emmi al respecto, Emmi Zuhn. Capaz la reconozcan, sus libros son algo populares. Sobre ello, la autora y amiga me decía que ella no viajaba tanto al cerrar los ojos y descansar; sus peripecias, por el contrario, encontraban salida en sus momentos diurnos. A partir de lo vivido en ellas es que, luego, hallaba material de redacción. "El espoleo de mi despierta imaginación resulta más provechoso que lo que sueño dormida", me confesó como conclusión. Debo admitir que, para sublimar con plumas y tintas, me sucede también algo similar; no obstante, la experiencia que tuve un 26 de junio, décadas atrás, fue harto distinta de la fantasía en vigilia, y también de lo que acaece al dormir.


Como le dije, el sueño lúcido es una constante para mí. Y la noche del 25 de junio de vaya uno a saber qué año—la iniquidad de mi memoria actúa allí, negándome la posibilidad de una exacta estimación— fue otra puerta hacia ese mundo nocturno y cotidiano. Recuerdo haber sido comandado por un jefe militar de extraños rasgos faciales, con una dentadura de oropel tan brillante como engañosa, hacia el delta de un río turbio. Para mí yo-onírico, estábamos en el norte de África, y el día estaba llegando a su fin. Todos vestíamos un verde oscuro, con una insignia plateada en el corazón, que mostraba la figura de un lobo y cuatro letras iguales arriba, SSSS. De repente, un meteorito se asomó en los cielos, y el jefe, que previamente había explicado lo que tendríamos que hacer en un lenguaje que no llegaba a comprender del todo, exclamó al viento, en un perfecto español europeo: "EL FUTURO LLEGÓ".


Cual disparo, mis párpados se abrieron de un tirón, y así me desperté. Más confundido que despabilado, aguardé unos minutos acostado. Miré el reloj que posaba sobre la mesita de luz, y este marcaba las 6 am; sin embargo, llamó mi atención que el alba todavía no húbose anunciado. La ventana de mi cuarto aún transmitía los vestigios de una noche que iba llegando a su fin.


Fue así que me levanté, arrastrado ya por unos ojos faltos de cansancio y un cuerpo aburrido de esperarlo. Luego, lo que todos los días tienen por igual: ir al baño, aseo personal, tomar agua, etc. Ya en la cocina, con la radio encendida que vociferaba las noticias de la mañana, mi mente se distraía entre los senderos de la voz de Bruller, el periodista de la sintonía 102.1. Casi hipnotizado, mirando fijamente el agua calentarse, recuerdo haber pensado en mis épocas de estudio de la comunicación, y en las ganas que antaño tenía de ser columnista de algún portal medianamente conocido.


«Son las seis y veinticuatro de la mañana, y todavía el sol no ha salido en este día de invierno...», dijo Bruller y justo empezaban a salir burbujas. Que la luz todavía no se haya mostrado para ese momento era algo que me intrigaba, mas no lo suficiente como para detener el ritmo biónico, automático, que me hacía continuar el preparado de café. Consideraba que este sería el acicate perfecto, como siempre lo es, para el inicio del día.


Luego de batirlo y de pensar en un cuento borgeano que alguna vez leí, fui sirviendo de a poco el agua. En uno de esos chorros, mi memoria lo conserva pulcramente, como si ni un instante hubiese pasado desde ese evento hasta el día de hoy, como si en mi cabeza el tiempo se hubiese detenido en la preparación de aquel café; en uno de esos chorros, reitero, cae por fuera de la taza una gota ni muy grande ni muy pequeña. Una gota por completo oscura, con tintes color cobre ennegrecido; pero tenía una distinción imposible de inadvertirse, y esta se basaba en el color predominante... No era negro, sino azul.


Sí, un azul extraño; por supuesto que apagado, casi opaco, y parecido a las profundidades del océano. Me quedé mirándola, ya habiendo servido la totalidad del agua. Clavadas mis pupilas en esa laguna minúscula, mi cabeza no atinaba a formar un pensamiento concreto. Era como si toda producción imaginaria, toda posibilidad de ideación se hubiese detenido, dejándole a mi cuerpo solo frente a esa gota. Era ella y yo, y nada más.


De un oceánico relleno, el color de la gota fue virando hacia una trama distinta. No puedo decirle al lector cuánto duró esta transformación, pues no tenía registros del tiempo en esas circunstancias. Todo alrededor mío se había difuminado. Y entonces, lo que se observaba en esa mancha de café ahora se constituía en una pintura galáctica, cuyos bordes aparentaban ser los límites de aquel universo.


Lentamente, se fueron figurando en el lienzo líquido otros detalles increíbles. Tonos grisáceos empezaron a surgir, combinados con apariciones violetas y rojizas, que indicaban una especie de sendero gaseoso dentro del mapa estelar. Todavía maravillado, trataba de seguirle el ritmo al teatro de ilusiones que frente a mí enseñaba su obra. Ya no tenía dudas: lo que estaba viendo era el vaivén de una galaxia.


Esplendorosa como ninguna otra cosa que haya visto antes, gigante en su minúsculo contorno, e increíblemente paradójica; esta quizás es la mejor forma de describir la gota de café que estaba ahí. Poco fue lo que me detuve a cuestionar su lógica, pues me hallaba casi en trance. No podía quitar mis ojos de aquello que miraban, minuciosos y estáticos. Quizá lo que hasta aquí pude narrar hubiese sido suficiente como para que el asombro sea magnánimo; no obstante, la gota empezó a variar nuevamente.


De aquella galaxia claramente explícita, claramente expuesta, comenzaron a surgir fenómenos harto diferentes. Los detalles se fueron degradando en escenas, diría yo aleatorias, que iban transcurriendo de una en una. La oscuridad estrellada, entonces, fue dándole paso a otras figuras, otras formas; de una instancia a otra, acaeció la vereda de una de las calles de New York que acompañan a su pulmón natural, el Central Park. De hojas secas se componía la acera, que opacamente refractaban la luces citadinas. La gente iba y venía apurada, como si el horario las hubiese estado corriendo. Las ropas trajeadas, combinadas con los harapos de unos limosneros y las ajustadas remeras de muchos jóvenes, terminaban de pintar aquel célebre cuadro: una noche en la gran manzana.


Duró el muestreo lo que debería durar una publicidad; de uno de los tantos sacos que allí vestían, la imagen se decoloró notablemente, y ahora solo reflejaba un contexto oscuro, alumbrado en el medio por un reflector dorado, algo pálido. Un individuo, en el medio, usando una camisa blanca abotonada hasta dos instancias antes del cuello, balbuceaba un discurso cuyo idioma desconocía, frente a un micrófono de gala. "Serú Girán" es la única articulación verbal que pude distinguir, de eso que se iba diciendo.


Y así fueron pasando las imágenes, escena tras escena, sonido tras sonido, evento tras evento. Lo asocié un poco con el juego en papeles que mucha gente utiliza; el correr de las páginas dibujadas, que dan la ilusión de estar reproduciendo un video. Era algo así, pero a la vez, no era para nada parecido.


Reconocí un teatro que solía adornar las calles de mi antigua ciudad. Reconocí los dedos frágiles de la primera persona que acarició amorosamente mi piel. Reconocí los fuegos de un planeta que jamás he visto, salvo a través de representaciones mentales surgidas por las palabras de uno de los mejores libros que en mi vida tuve la fortuna de leer. Reconocí la paz que llevó consigo el último disparo de la segunda guerra mundial, y el odio que poseyó la primera persona que entendió que esta no sería la última guerra.


Llegando al final, todavía dudo sobre lo siguiente, no obstante mi seguridad avanza con el correr de los años: creo que esa noche jamás vio nacer el sol. Y creo que, en algún punto, sigo estancado en esa mesa, con la radio de fondo que anuncia las noticias de una mañana que jamás concluyó. Creo que jamás dejé de ver el discurrir de las escenas; que jamás dejé de observar los límites de aquel ápice líquido.


En la profundidad de dicha oscuridad, reconocí a un joven escritor, sentado frente a una taza de café que salpicó, a unos centímetros, una pequeña gota negra, azulada. Reconocí lo que estaba escribiendo.

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⏰ Last updated: Jul 30, 2021 ⏰

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