Ella

160 20 18
                                    


La luz verdosa del reloj marcaba las tres de la mañana en punto cuando la primer hermana ya estaba cerca de ella. Se dice que son los demonios quienes salen a esa hora para hacer más tormentosa la vida de los humanos, pero esos seres que la rodeaban eran por mucho peor. La hermana le miraba cómo iba de un lado a otro con paso pesado, arrastrando los pies como si le pesaran como plomo y, aunque nunca iba muy lejos, la primer hermana no se fastidiaba de acompañarle. Se dedicaba a meterle a ella los puntiagudos dedos en el pecho para hacerla sentir todo eso que hacía mucho tiempo no sentía. Y, sin embargo, ella no sabía por quién o por qué lo sentía.

     Le gustaba jugar con ella así que algunas veces cuando dormía le hacía compañía la primer hermana abrazándola hasta asfixiarla, hasta que una gruesa capa de sudor le escurría por su largo cuello trazando líneas de angustia y desasosiego, como si esa sofocante transpiración se transformara en una pétrea mano que se ciñera a su cuello evitándole respirar. Hasta entonces, ella despertaba jadeante con la vista nublada, sintiendo su corazón acelerarse y viendo, con una vista vulnerable por la somnolencia, la combinación de la dimensión real con el espiritual y, anudado a ellos, la del sueño.

     Sólo en esos momentos ella podía vislumbrar las figuras vigilantes de las cuatro hermanas, rodeándola con sus sotanas con capuchas negras. Y ella se retraía exhalando un fuerte grito, el cual era ahogado por una de las hermanas haciéndola atragantar para que, presa de la conmoción, una tos la regresara a la dimensión que realmente pertenecía, a la real....

     Podría aseverar que ella huía de la primer hermana pero no siempre corría con suerte, muchas ocasiones se quedaba ahí, envuelta y a voluntad de su fiel compañera. Lloraba muy constantemente ahí donde la luz no le besara la piel, se retorcía entre la frialdad de las cuatro paredes en la que estaba y, no conforme, la primer hermana le acariciaba la cabeza y parte de la nuca para que su mente le obligara ver imágenes que ella mantenía enterradas en algún recóndito lugar. En los retratos que le mostraban podía visualizarme a mi, llevándomela hasta las aguas desconocidas, a ese viaje largo de donde nadie vuelve jamás y que resulta muy temible por los de su especie.

     Ella me temía. No sería correcto decir que me odiara, pese a que su corazón se escureciera al pensar en mí ya que, ciertamente, el odio es un sentimiento muy distinto en donde se requiere coraje para hacerlo y ella no podía siquiera reunir una pizca de enojo cuando pronunciaba mi nombre.

     Aunque no la culpaba en lo absoluto.

     Lo desconocido resulta temible y, pese a cualquier otro sentimiento que pudiese interpolarse para confundir el sentir de la persona, dicha sensación era muy recurrente en los hombres, pues gracias al miedo y la angustia era que podían gozar de la felicidad y la diversión, es de este modo en que los mortales se abstraen de su fúnebre destino. Tanto se atormentan con su sentir, que olvidan que algún día me reuniré con ellos para llevarlos...

     Regresando a ella, bueno, no puedo negar que cuando se esta viviendo resulta muy sencillo ver transcurrir el tiempo, pues corre muy deprisa, los calendarios pasan más rápidos que las moléculas dañinas viajando de cuerpo en cuerpo, propagando enfermedades mortales..., pero cuando sólse contempla la vida sentada tras la ventana, la vida resulta un calvario aun si la persona tiene 19 años.

     Y ella no tenía 19 años, apenas y había cruzado la línea de lo que se consideraba juventud y, aunque aun tenía vigor en su cuerpo, sólo se postraba en su cama hecha un ovillo con los ojos enrojecidos por el trastorno del sueño, o quizá por la frustración de no saber convivir con ella misma, o tal vez por dejarse llevar por el calor gélido de las hermanas. Las hermanas Selatnem la hacían sentir miserable y, no es que ella decidiera permanecer con estas por gusto sino que ya había creado esos lazos dependientes, ocasionando que su propia vida se volviera lamentable, ¿podría llamarle vida?

     No lo creo.

     La segunda hermana se limitaba a verla, muy lejos de la primera. A veces sentía lastima de contemplarla en aquel estado en que la primera hermana la dejaba, pero muy pronto se le pasaba la sensación de empatía, aquello no era parte de su esencia. No obstante, cuando ella llegaba al valle de lágrimas y perdía la noción de realidad, creía prudente intervenir. La hermana alejaba a su consanguínea y le abrazaba a ella por la cabeza, tratando de aliviar el lastimoso recuerdo que su hermana le había hecho ver y, de esta forma, evitar que se volviera una desquiciada.

     Poco a poco, cuando el llanto cesaba le besaba el pecho, en un intento de que su calor le llegara al corazón y pudiese respirar sin dificultad deshaciendo la espesura que el aire había adoptado. La primer hermana detestaba que la segunda entrara, así que indignada salía de donde ella se encontrara y permanecía un tiempo alejada.

     La verdad es que no se iba lo suficiente como para que se recuperara. Pero lo cierto era que la tercer hermana aprovechaba el momento para besarle los pies, consiguiendo que ella no pudiese sentir los estragos de la primera. Y aunque las buenas intenciones eran de verdad, lo que terminaba haciendo era caótico.

     El beso en los pies terminaba por teñir de gris la visión de ella, no era fría como la primer hermana, pero había un vacío tan helado entre ambas que ella no podía distinguir entre la presencia de una y la otra. La fuerza de la cuarta hermana ocasionaba que la segunda cayera débil de donde sea que estuviese apretándose contra ella. Para ese entonces la tercer hermana colisionaba todo, le cubría los ojos y le mostraba un futuro que no era del todo cierto, incluso me volvía a mencionar a mí y yo, por supuesto, estaba a cientos de kilómetros, aunque algunas ocasiones cerca, pero para nada, por ella.

     En dichos momentos, no sabía si sentirme halagado o ultrajado por semejantes alusiones, cabe destacar que no me molestaban en lo absoluto mi mención sino que me daban algo en qué reflexionar durante las fracciones de tiempo eterno, según la medida de tiempo de los hombres. Sin embargo, me veía tentado a acariciar a la pobre para hacerle sentir el verdadero miedo y, de esta forma, comprendiera que lo otro que sentía sólo era un juego de aburrimiento de las hermanas Selatnem.

     Cuando estaba la tercer hermana ya tocándole los oídos para que escuchara sus jadeos, llegaba la cuarta tan poderosa como la primera, aunque no tan estúpida para llegar antes que ninguna de las anteriores. El trabajo ya casi estaba hecho, sólo tenía que llegar y dar el golpe funesto, aunque rápido antes de que la primera regresara y lo hiciera por su propia mano.

     Ella, la joven que permanecía en su casa por un bien mayor. Ella la que no sabía cómo lidiar con sus pensamientos y demonios interiores permanecía en casa en espera de poder salir y liberarse. Así que, pese a siempre haber elegido mal sus licenciaturas y no tener más que la satisfacción por la experiencia y el goce mismo de sus estudios, esperaba distraerse hasta con el trabajo más ridículo que pudiesen imaginar, porque sus títulos no habían dado para más, y de esta forma su mente no la matase antes de que yo lo hiciera.

     La joven permanecía encerrada en su casa mientras una devastadora catástrofe arremetía contra los suyos y, para sobrevivir, tenía que permanecer encerrada, en casa, en paz. Bueno, hubiera sido mejor conseguir la paz de verdad pero es que la joven no sabía que las hermanas Selatnem vivían de la vulnerabilidad de su mente, acrecentándose cuando ella entraba en colapsos y disminuyendo cuando la razón destellaba momentáneamente en la gélida oscuridad.

     Ella sólo quería sobrevivir, ella sólo quería mantener un cuerpo sano pero, después de perder la cuenta del confinamiento, su mente ya estaba en proceso de putrefacción, tal vez ya estaba pútrida y ella no lo sabía...

     Con los ojos vidriosos y el rostro desencajado ella contempla el reloj digital que emite una luz verdosa. El desenfoque que le dan sus ojos la obligan a fruncir el ciño para poder ver mejor el digito negruzco que indica la hora, ¿cuánto tardará para que los rayos del sol ahuyente su pesar? Para sorpresa de ella, el reloj marca las tres de la mañana con un minuto. Ella siente caer su alma al vacío cuando de pronto las garras de la primer hermana la detienen de la caída libre, para regresarla a su cuerpo y asfixiarla a su voluntad.

     Entonces, ella comprende que el tiempo trata de volverse cíclico y que esa percepción de la aparente fisura temporal se perpetuará tanto como dure la contingencia...


                                                    Yesenia Quiñónez

El lienzo de MartínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora