«Me quiero morir.» Eso es lo que pensé cuando me marché. Cuando cogí el avión,
hace apenas dos años. Quería acabar con todo. Sí, un simple accidente era lo mejor.
Para que nadie tuviera la culpa, para que yo no tuviera que avergonzarme, para que
nadie buscara un porqué... Recuerdo que el avión se movió durante todo el viaje.
Había una tormenta y todos estaban tensos y asustados. Yo no. Yo era el único que
sonreía. Cuando estás mal, cuando lo ves todo negro, cuando no tienes futuro, cuando
no tienes nada que perder, cuando... cada instante es un peso enorme, insostenible. Y
resoplas todo el tiempo. Y querrías liberarte como sea. De cualquier forma. De la más
simple, de la más cobarde, sin dejar de nuevo para mañana este pensamiento: «Ella no
está.» Ya no está. Y entonces, simplemente, querrías no estar tampoco tú.
Desaparecer. Paf. Sin demasiados problemas, sin molestar. Sin que nadie tenga que
decir: «Oh, ¿te has enterado? Sí, precisamente él... No sabes cómo ha sido...» Sí, ese
tipo contará tu final, lleno de quién sabe cuáles y cuántos detalles, se inventará algo
absurdo, como si te conociera de siempre, como si sólo él hubiera sabido realmente
cuáles eran tus problemas. Es extraño...Si quizá ni siquiera has tenido tiempo de
entenderlos tú. Y ya no podrás hacer nada contra esa gigantesca boca-oreja. Qué palo.
Tu memoria será víctima de un imbécil cualquiera y tú no podrás hacer nada por
remediarlo. Sí, ese día hubieras querido encontrar a uno de esos magos: colocan un
pañuelo sobre una paloma recién aparecida y, paf, de repente ya no está. Ya no está y
basta. Y tú sales satisfecho del espectáculo. Quizá hayas visto bailarinas un poco más
gordas de lo debido, hayas estado sentado en una de esas sillas antiguas, algo rígidas,
en una sala ubicada en el mejor de los casos en un sótano cualquiera. Sí, también olía a
moho y a humedad. Pero una cosa es cierta: no te preguntarás nunca adónde ha ido a
parar la paloma. En cambio, nosotros no podemos desaparecer tan fácilmente. Ha
pasado el tiempo. Dos años. Y ahora saboreo una cerveza. Y acordándome de cuánto
me hubiera gustado ser esa paloma, sonrío y me siento un poco avergonzado.
— ¿Le apetece otra?
Un azafato en pie junto a su carrito de las bebidas me sonríe.
—No, gracias.
Miro por la ventanilla. Nubes teñidas de rosa se dejan atravesar, blandas, ligeras,
infinitas. Una puesta de sol lejana. El sol, que hace un último guiño. No puedo creerlo.
Estoy regresando. A-27, ése es mi asiento en el avión. Fila de la derecha
inmediatamente detrás de las alas, pasillo central. Y estoy volviendo. Una guapa
azafata me sonríe de nuevo mientras pasa cerca. Demasiado cerca. Parece enviada por
los Nirvana:
«If she comes down now, oh, she looks so good...»
Lleva un perfume ligero, un uniforme perfecto, una camisa casi transparente hasta el
punto de dejar apreciar el sujetador de encaje. Camina arriba y abajo por el avión, sin
problemas, sin preocupaciones, sonriendo.
«If she comes down now...»
—Eva es un nombre precioso.
—Gracias.
—Usted es un poco como la primera Eva, usted me tienta...
Se queda un momento en silencio, mirándome. La tranquilizo.
—Pero es una tentación lícita. ¿Me podría dar otra cerveza?
—Es la tercera...
—Pues claro, si sigue pasando así por mi lado... Bebo para olvidarla.
Sonríe. Parece sinceramente divertida.
— ¿Cuenta siempre lo que beben los pasajeros o soy yo, que le he quedado grabado
en la memoria?
—Decida usted. Sepa que es el único que ha pedido cerveza.
Se marcha, pero antes de irse sonríe de nuevo. Después rebota alegremente mientras
se aleja. Asomo la cabeza al pasillo. Piernas perfectas, medias gruesas de compresión,
oscuras, y zapatos serios de uniforme como las demás. El pelo recogido, una doble
coleta con algún que otro enredo de más, de un rubio ligeramente mechado. Se para.
La veo hablar con un señor de mi misma fila que está un poco más adelante. Escucha
sus peticiones. Simplemente asiente, sin hablar. Después dice algo riendo y lo
tranquiliza. Se vuelve una última vez hacia mí antes de marcharse. Me mira. Ojos
verdes. Una raya ligera. Una sombra alta color ébano y algo de curiosidad. Estiro los
brazos. Esta vez soy yo quien sonríe. El señor dice algo más. Ella contesta con
profesionalidad y después se aleja.
—Muy mona, esa azafata.
La señora de mi lado se inmiscuye en mis pensamientos. Atenta y sonriente, ojos
picarones tras unas gruesas gafas. Cincuenta años bien llevados, no como sus dos
pendientes, demasiado grandes, precisamente como el azul pesado que lleva en los
párpados.
—Sí, una gnocca.
— ¿Qué?
—Es una gnocca. En Roma decimos eso de una azafata como ésa.
Realmente decimos mucho más, pero no me parece apropiado comentárselo.
—Gnocca... —Sacude la cabeza—. No lo he oído nunca.
—Gnocca... A veces, preciosa gnocca. Es una expresión simpática robada a la pasta.
Sabe cómo son los ñoquis, ¿no?
—Sí, claro. Los he oído nombrar y los he comido un montón de veces.
Se ríe divertida.
—Perfecto, ¿y le han gustado?
—Muchísimo.
— ¿Ve?, pues entonces es fácil. Cuando a una chica se le dice que es una gnocca,
quiere decir que está «buena», como los ñoquis que ha comido usted.
—Sí, pero me resulta extraño pensar en ella como en un ñoqui. Me parece..., ¿cómo se
dice?..., eso: ¡grosero!
— ¡No! Tiene que pensar en esos ñoquis que llevan la salsa caliente por encima, ese
tomate dulce, esos que se deshacen en la boca, que casi se pegan hasta que la lengua
tiene que despegarlos del paladar.
—Sí, ya lo he entendido. Parece que le gustan a usted mucho los ñoquis.
—Bastante.
— ¿Los come a menudo?
—En Roma, muy a menudo. En Nueva York no he probado la comida italiana..., ¿qué sé
yo?, por principios, supongo.
—Qué extraño, dicen que hay un montón de restaurantes italianos buenísimos. Oh,
mire, está volviendo la...gnocca.
La señora se ríe divertida y señala a la azafata, que llega sonriente con el vaso de
cerveza. Es tan guapa que parece casi salida de un anuncio.
—Dígale que es una gnocca, ya verá como le gusta.
—Me toma usted el pelo...
—Que no, le aseguro que es un cumplido.
—Entonces, ¿se lo digo?
—Dígaselo.
La azafata llega y me ofrece una pequeña bandeja con el vaso encima de un posavasos
de papel.
—Aquí tiene su cerveza. No puedo servirle nada más porque estamos a punto de
aterrizar.
—No se lo hubiera pedido. Estoy empezando a olvidarla, aunque no es fácil.
—Ah, sí... Bien, gracias.
Pruebo la cerveza.
—Está muy buena, gracias, perfecta, fría en su punto. Además, traída por usted,
parece la cerveza del anuncio.
—Despéjeme una curiosidad. ¿Cuál es la primera cosa que olvidará?
—Quizá cómo iba vestida...
—¿No le gusta nuestro uniforme?
—Mucho. Es que la imaginaré de una manera distinta...
Me mira algo perpleja, pero no le doy tiempo a contestar.
—¿Se queda mucho tiempo en Roma?
—Algunos días... Septiembre en Roma es una maravilla. Quiero pasear e ir de compras;
quizá encuentre algo para que no me olviden.
—Oh, estoy seguro. Encontrará ropa perfecta para usted. Porque usted es..., ¿cómo
decirlo?..., ¿cómo se dice?
Me vuelvo hacia la señora sentada a mi lado.
—Por favor, ayúdeme.
La señora parece un poco cortada pero después se lanza:
—¡Usted es una...gnocca!
La azafata la mira perpleja por un instante y después me mira a mí. Levanta la ceja y,
de repente, estalla en una carcajada. Menos mal.
Ha salido bien. Hasta yo me río.
—¡Oh, muy bien, señora, eso es precisamente lo que yo hubiera dicho!
La azafata, llamada Eva, se aleja sacudiendo la cabeza.
—Abróchense los cinturones, por favor.
Su cola alta se mueve perfecta como todo lo demás. Perfecta como las alas de una
mariposa, una mariposa lista para ser cazada. Había una estrofa de una canción que
me hacía enloquecer cuando estaba en Estados Unidos, una estrofa en inglés de hace
algunos años...
«I’m gonna keep catching that butterfly...», del grupo The Verve. Intento recordarla
entera, pero no puedo. Una voz llega para distraerme. La señora está trajinando con
algo, y no lo hace precisamente en silencio.
—Uf, nunca puedo encontrar el cinturón en estos aviones.
Ayudo a la mujer, que literalmente se ha sentado encima.
—Aquí está, señora, aquí debajo.
—Gracias, aunque no consigo entender para qué puede servir. No es que nos
mantenga muy sujetos, que digamos.
—Ah, eso no, seguro.
—Sí, quiero decir... que si nos estrellamos, no es como ir en coche.
—No, como ir en coche precisamente, no... ¿Está nerviosa?
—Me muero de los nervios.
Me mira y se arrepiente de haber usado esa expresión.
—Pero, señora, el destino es el destino.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que he dicho.
—Sí, pero ¿qué ha dicho?
—Lo ha entendido muy bien.
—Sí, pero esperaba no entenderlo. Me dan pánico los aviones.
—No lo sabía.
La veo muy preocupada mientras me sonríe con la boca pegajosa.
Sorbo mi cerveza y decido divertirme.
—Piense que la mayoría de los desastres aéreos tienen lugar en el momento del
despegue o bien...
—¿O bien...?
—Del aterrizaje, es decir, dentro de poco.
—Pero ¿qué está diciendo?
—La verdad, señora, siempre hay que decir la verdad.
Bebo un largo trago de cerveza y por el rabillo del ojo me doy cuenta de que me mira
fijamente.
—Por favor, dígame algo.
—¿Qué quiere que le diga, señora?
—Distráigame, no me deje pensar en lo que podría...
Me aprieta la mano con fuerza.
—Me hace daño.
—Ah, perdone.
Afloja un poco, pero no la suelta. Empiezo a contarle algo. Trocitos de mi vida un poco
confusos, tal como se me ocurren.
—Entonces, ¿quiere saber por qué me marché? —La señora asiente. No consigue
articular palabra—. Mire que es una larga historia...
—Asiente aún con más vigor; sólo quiere escuchar, lo que sea con tal de distraerse.
Tengo la sensación de hablar con un amigo, con mi amigo...—. Se llamaba Pollo, eso.
¿Extraño nombre, verdad? —La señora no sabe si debe decir que sí o que no, lo que
sea para que yo siga hablando—. Él es el amigo que perdí hace más de dos años.
Estaba siempre con su novia, Pallina. Una persona encantadora, ojos vivaces, siempre
alegres, con carácter, de broma fácil y afilada... —Escucha en silencio, con los ojos
curiosos, casi embelesados por mis palabras. Es extraño... A veces te sientes más
cómodo con una persona que no conoces, hablas de ti con mayor libertad. Te sinceras.
Quizá porque no te interesa su opinión—. Yo, en cambio, estaba con Babi, la mejor
amiga de Pallina.
Babi. Se lo cuento todo... Cómo la conocí, cómo empecé a reír, cómo me enamoré,
cómo la eché de menos... Sólo adviertes la maravilla de un amor cuando ya lo has
perdido. Tal vez uno se siente así cuando se psicoanaliza; es algo que siempre me he
preguntado. Pero de ese modo, ¿se logra ser realmente del todo sincero? Tengo que
preguntárselo a alguien que lo haya probado. Pienso mientras hablo.
Hago pequeñas pausas de vez en cuando. La señora, divertida y curiosa, en seguida se
interesa; ahora ya está más tranquila, e incluso me ha soltado la mano. Se ha olvidado
de la tragedia del avión. Ahora, según dice, le interesa la mía.
—¿Y ha vuelto a hablar con Babi?
—No, he hablado con mi hermano de vez en cuando. Y alguna vez con mi padre. Pero
no muy a menudo, porque las llamadas desde Nueva York salen carísimas.
—¿Se ha sentido solo?
Le cuento algo vago. No consigo decirlo. Me sentía menos solo que en Roma. Después,
inevitablemente, menciono a mi madre. Me sumerjo a fondo y casi me divierte
ofender los principios de la mujer.
Mi madre engañó a mi padre. Yo la pillé con el tipo que vivía enfrente. Casi no se lo
cree. La noticia le ha hecho olvidarse de todo. ¿El avión? Ni siquiera se acuerda de que
está en un avión. Me hace mil preguntas... Casi no me da tiempo a seguirla. ¿Cómo
puede ser que nos guste tanto chapotear en los asuntos de los demás? Temas
picantes, detalles prohibidos, actos casi oscuros o pecados veniales. Quizá porque así,
sólo escuchándolos, uno no se ensucia. La señora parece disfrutar y, al mismo tiempo,
sufrir con mi relato. No sé si es sincera; la verdad, no me interesa. Se lo cuento todo sin
problemas. La violencia que empleé con el amante de mamá, mis silencios en casa, no
haberles dicho nunca nada a mi padre ni a mi hermano. Y después el juicio. Mi madre
sentada allí, frente a mí. Ella, en silencio; ella, que no tuvo la valentía de admitir lo que
había hecho. Ella, que no ha podido confesar su traición para justificar mi violencia. Y
yo allí, sereno, casi riéndome del juez, que me inculpaba de un acto para mí tan
natural: machacar a un imbécil que había violado el vientre de la mujer que me
engendró. La señora me mira con la boca abierta. Podemos decirlo de mil maneras...
Pero una cosa es bromear como hizo Benigni cuando saltó sobre la Carrà. Aquí, en
cambio, se trataba de mi madre.
La mujer se da cuenta. Repentinamente vuelve a ponerse seria. Silencio. Entonces
intento desdramatizar:
—Como diría Pollo, ¡a mí Beautiful me pone, me encanta esa canción!
En lugar de escandalizarse, se ríe; ahora ya es cómplice.
—¿Y después? —me pregunta con curiosidad acerca del próximo capítulo. Yo sigo
hablando sin problemas, sin tapujos. Mi relato no tiene precio. Le explico el porqué de
Estados Unidos, el querer marcharme con la excusa de hacer un curso de diseño
gráfico...
—Es fácil encontrarse en una gran ciudad... Es mejor cambiar tu vida de forma radical.
Nuevas realidades, personas nuevas y, sobre todo, ningún recuerdo. Un año de charlas
difíciles en inglés, ayudadas por la presencia de algún que otro italiano encontrado
casualmente. Todo muy divertido, una realidad llena de colores, música, sonidos,
tráfico, fiestas y novedades. Un inmenso ruido envuelto en silencio. Nada de lo que la
gente te decía tenía que ver con ella, podía evocarla, darle vida de nuevo.
Babi... Días inútiles para dejar descansar mi corazón, mi estómago, mi cabeza. Babi.
Imposibilidad total de retroceder, de estar en un momento debajo de su casa, de
encontrarla por la calle. Babi. En Nueva York no hay peligro... En Nueva York no hay
espacio para Battisti: «Y si vuelves a mi mente basta pensar que no estás, que estoy
sufriendo inútilmente porque sé, yo lo sé, yo sé que volverás.» Falsos acordes para
intentar evitar todos los sitios que conoce y frecuenta también ella, Babi. La señora
sonríe.
—Yo también conozco esa canción.
La canturrea mal que bien.
—Sí, ésa es.
Intento hacer mi pequeña aportación a esa interpretación de Corrida.
Pero me salva el avión. Sta-tu-p. Un ruido seco, metálico. Un movimiento duro y una
pequeña sacudida del aparato.
—Dios mío, ¿qué es eso?
La señora se lanza sobre mi mano derecha, la única libre.
—Es el tren de aterrizaje, no se preocupe.
—¡Pero ¿cómo que no me preocupe?! ¿Y hace tanto ruido? Parece que se ha soltado...
No muy lejos, la azafata y los demás miembros de la tripulación ocupan los asientos
libres y algunos extraños asientos laterales cercanos a las salidas. Busco a Eva, la
encuentro, pero no mira hacia mi lado. La señora intenta distraerse sola. Lo consigue.
Suelta mi mano a cambio de una última pregunta.
—¿Por qué se acabó?
—Porque Babi se marchó con otro.
—¿Cómo? ¿Su novia? ¿Con todo lo que me ha contado?
Ahora casi se divierte más ella poniendo el dedo en la llaga. El avión y su aterrizaje han
pasado a un segundo plano. Y me abruma a preguntas hasta no dejar ni una; es más,
presa del arrebato, ha pasado a tutearme. Y va directa al grano. «Desde que la dejaste,
¿has hecho el amor con otra mujer?» Y aún más hacia el fondo, en picado, como los
Stukas de los dibujos animados, Linus, el barón rojo: « ¿Volverías con ella?» Pazienza y
sus tiroteos: « ¿Es posible que la perdones? » «¿Has hablado con alguien?» O la
cerveza se me ha subido o es ella y sus preguntas las que hacen que la cabeza me dé
vueltas. O el dolor de ese amor aún no olvidado. Ya no entiendo nada. Sólo siento el
redoblar del motor del avión y la turbina girando al revés en el proceso de aterrizaje.
Eso es, tengo una idea, puedo salvarme de este interrogatorio...
—Mire las luces de la pista. No lo conseguiremos —le digo riendo, de nuevo amo del
juego.
—Oh, Dios mío, es cierto, allí están...
Mira asustada por la ventanilla el avión y sus alas, que casi rozan el suelo y ondean
indecisas. Con un brillo de vieja pantera, me agarra la mano derecha al vuelo. Mira
afuera otra vez. Todavía en un último instante, lanza la cabeza hacia atrás en la butaca
y empuja con las piernas hacia adelante, como si quisiera frenar con los pies. Me clava
las uñas en la mano. Con algún suave rebote, el avión toca tierra. Enseguida, las
turbinas de los motores empiezan a girar al revés y la enorme masa de acero tiembla
enloquecida con todos sus asientos, señora incluida. Pero ella no se da por vencida.
Cierra los ojos con fuerza y tiembla ensañándose con mi mano.
—El comandante informa de que hemos llegado a Roma Fiumicino. La temperatura
exterior...
Una tentativa de aplauso se levanta desde el fondo del avión, apagándose casi en
seguida. Eso ya no está de moda.
—Bueno, lo hemos conseguido.
La señora suspira:
—¡Gracias a Dios!
—A lo mejor volvemos a encontrarnos.
—Oh, sí, me ha gustado mucho hablar contigo. Pero ¿es cierto todo eso que me has
contado?
—Tan cierto como que usted me ha apretado la mano.
Le enseño la mano derecha y la marca de las uñas.
—Oh, cuánto lo siento.
—No importa.
—Dios mío...
—No, de verdad, no pasa nada.
Empiezan a sonar algunos móviles. Sonrisas de tranquilidad tras el aterrizaje. Casi
todos abren los compartimentos situados encima de los asientos y sacan bolsas de
regalos traídos de Estados Unidos, más o menos inútiles, dispuestos a ponerse en fila y
llegar a la salida cuanto antes. Después de las horas inmóviles en el avión, donde uno
se ve obligado a hacer un balance de los años pasados hasta el momento, se vuelve a
la prisa de no pensar, a los falsos pensamientos, a la carrera hacia la última meta.
—Adiós.
—Gracias, buenas noches.
Azafatas más o menos monas saludan a la salida del avión. Eva, con porte profesional y
una sonrisa estampada, los saluda a todos, perfecta.
—Gracias por las cervezas.
—Es mi trabajo.
Me sonríe quizá con más naturalidad.
—Si tienes algún problema... —le dejo una tarjeta.
Lo mira perpleja: es mi número de Roma.
—Esta tarjeta fue mi examen en el curso de diseño gráfico.
—¿Y fue bien?
—Estaban todos muy contentos. Les pareció genial dividirla en blanco y azul.
—Es bonita.
Se la mete en el bolsillo. No he querido decirle que soy de la Lazio. Después, bajo la
escalera. Viento tibio. Septiembre. Son apenas las ocho y media y el sol se pone.
Puntualidad británica. Es bonito caminar otra vez después de haber volado durante
ocho horas. Subimos al autobús. Miro a la concurrencia. Algunos chinos, un
estadounidense robusto, un chico que no ha dejado de escuchar uno de esos Samsung
YP—T7X de 512 MB que también vi en Nueva York. Dos amigas de vacaciones que ya
no hablan, saturadas acaso por la larga convivencia. Una pareja enamorada. Se ríen, se
dicen siempre algo más o menos útil, bromean. Los envidio o, mejor dicho, me gusta
mirarlos. Mi compañera de viaje, la señora rellenita que ahora lo sabe todo de mi vida,
se me acerca. Me mira y sonríe, como diciendo: «Lo hemos conseguido, ¿eh?» Asiento.
Casi me arrepiento de haberle contado tanto. Después me tranquilizo: no volveré a
verla. Control de pasaportes. Algún pastor alemán, vigilante, pasea nerviosamente
arriba y abajo buscando un poco de coca o de hierba. Perros insatisfechos nos miran
con ojos buenos, contentos de mantenerse en forma. Un policía abre distraídamente
mi pasaporte. Después cambia de idea, se salta por error una página, la recupera y
mira con más atención. Mis latidos se aceleran un poco. Nada, no le intereso. Me lo
devuelve, lo cierro y lo meto en el petate. Recupero mi equipaje. Salgo libre, de nuevo
estoy en Roma. He estado dos años en Nueva York y tengo la sensación de que fue
ayer cuando me marché. Camino veloz hacia la salida. Me cruzo con gente que arrastra
maletas, con un tipo que corre jadeante hacia un avión que tal vez perderá. Más allá
de las vallas de contención, parientes esperan a alguien que no llega. Chicas guapas y
aún bronceadas por el verano aguardan a su amor o a quien lo fue. Con los brazos
cruzados, paseando o quietas, con los ojos inquietos o tranquilos, sea como sea
esperan.
—Taxi, ¿necesita un taxi? —Un falso taxista sale a mi encuentro fingiéndose honesto—
. Le hago un buen precio.
No contesto. Entiende que no soy un buen negocio y me deja en paz. Miro a mi
alrededor. Una señora guapa, elegante, con un vestido claro y oro liviano al cuello,
sostiene tranquila la mirada a mi paso. Es guapa. Le sonrío. Ella esboza una respuesta
mínima que aun así lo dice todo. Traicionar querría, pero no puedo, su deseo de
libertad. Después mira hacia otra parte, renunciando. Sigo observando a mi alrededor.
Nada. Qué estúpido. ¿Y qué me esperaba? ¿Qué estoy buscando? ¿Es por eso por lo
que has vuelto? Entonces no has entendido nada, todavía no has entendido nada.
Sintiéndome como un cretino, me dan ganas de reír.
—Ya tendría que haber llegado.
Escondida detrás de una columna, en silencio pero con el corazón a mil por hora, habla
en voz baja para sí misma. Quizá para tapar el ruido de su corazón, que en realidad
está latiendo a dos mil por hora. Después, se arma de valor. Respira hondo y
lentamente se asoma.
—Allí está. ¡Lo sabía, lo sabía!
Casi salta de alegría.
—No puedo creerlo... Step. Lo sabía, lo sabía, estaba segura de que volvía hoy. No lo
puedo creer. Madre mía, es verdad que ha adelgazado un montón. Pero sonríe. Sí, me
parece que está bien. ¿Será feliz? Quizá haya estado bien fuera. Demasiado... Pero ¿es
que soy imbécil? Ahora tengo celos. Pero ¿acaso tengo derecho? Ninguno...
¿Entonces? Madre mía, qué mal estoy. En serio, estoy fatal, demasiado mal. Es decir,
estoy demasiado contenta. Demasiado. Ha vuelto. No me lo puedo creer. ¡Dios mío,
está mirando hacia aquí!
Se esconde en seguida otra vez detrás de la columna. Un suspiro. Cierra los ojos
apretándolos con fuerza. Permanece apoyada con la cabeza en el frío mármol blanco,
con las manos abiertas contra la columna. Silencio. Respira hondo. Fiuuuuu. Inspira...
Fiuuuuu. Espira...
Vuelve a abrir los ojos. Precisamente en ese momento pasa un turista que la mira
perplejo. Ella esboza una sonrisa para hacerle creer que todo es normal. Pero no hay
duda de que no lo es.
—Diablos, me ha visto, lo sé. Dios mío, Step me ha visto, lo sé.
Vuelve a asomarse. Nada. Step ha pasado de largo como si nada.
—Pues claro, qué imbécil. Además, si me hubiera visto, ¿qué?
Aquí estoy, he vuelto. Roma... Fiumicino para ser exactos. Camino hacia la salida.
Atravieso las puertas de cristal y salgo a la calle, frente a los taxis. Pero precisamente
en ese momento experimento una extraña sensación. Me parece que alguien me está
observando. Me vuelvo de golpe. Nada. No hay nada peor que quien espera algo... y
no encuentra nada.