Bella

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Seveso, Italia

10 de julio de 1976


Roberto bajó la mirada hacia Francisca y una sonrisa paternal se dibujó en sus labios. Costaba diferenciar cuál de los dos estaba más entusiasmado con la visita a la fábrica.

     —Cuando lleguemos... van a pedirte la mochila para revisar que no lleves nada peligroso —le advirtió. Francisca se puso seria y lo miró abriendo los ojos. De súbito, Roberto acercó su cara a la de ella—. ¿¡Llevas algún artefacto peligroso!?

     —¡No! —respondió, entre espantada y divertida.

     —¿Y qué hay de esa muñeca medio pelada que siempre llevas contigo...?

     La cara de terror que puso la hizo reír.

     —¡Siií! A ella sí.

     —¡Nooo! —se lamentó él, llevándose una mano a la cara para taparse los ojos.

     Francisca soltó una risita.

     Al llegar a la garita de entrada, el guardia saludó a Roberto Cannavaro, jefe de seguridad de la fábrica e hizo sonar el timbre que destrababa la puerta. Al ingresar, ambos saludaron al segundo guardia; el que estaba encargado del scanner. Roberto le hizo un gesto con la cabeza señalando la mochila de su hija. Este miró a la niña con gesto adusto y le preguntó:

     —¿Qué traes en esa mochilita? ¿Armas?

     —¡No!

     —¿Una bomba?

     Francisca se rio y buscó ayuda en su padre, que se limitó a silbar y a mirar hacia otro lado.

     —¿Granadas, fruta podrida? —Francisca negaba con la cabeza ante cada una de aquellas preguntas—. ¿Un muñeco vudú?

     Padre e hija se miraron al mismo tiempo con expresión de exagerado asombro. Roberto solía referirse a Bella como "la muñeca vudú".

     —¡Tampoco! —afirmó.

     El guardia la escrutó durante unos segundos. La expresión de auténtica tensión en la cara de Francisca doblegó la voluntad del hombre y no pudo más que ceder y ofrecerle su mejor sonrisa.

     —¡Muy bien! Entonces pueden pasar.

     A Francisca pareció volverle el alma al cuerpo.

     Una vez en la oficina de su padre, Francisca se sentó junto a él y se puso a dibujar en un cuaderno con sus crayones nuevos.

     Cerca del mediodía, uno de los hombres de planta se acercó a ellos con gesto intranquilo.

     —Roberto, ¿tienes un minuto? Es importante.

     —Sí, ¿qué pasa, Bruno?

     —Tenemos un problema —soltó—. Faltan tres operadores en el turno de la mañana; no se presentaron a trabajar. Dos llamaron hace unas horas; dicen que están con fiebre, y al otro lo llamamos nosotros, parece que internaron a su abuela.

     Revoleó los ojos.

     —¿Y ahora me avisas? ¿Quién está controlando los relojes de temperatura?

     Bruno apretó los labios y negó con la cabeza. Roberto se frotó los ojos y resopló con fastidio. Miró a su hija y luego a Bruno.

     —Entonces tendré que ir yo. El recorrido de las áreas me lleva como una hora.

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