PRÓLOGO

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 PRIMERO DE LA SERIE: REDENCIÓN

                                                                       
La luz de tu mirada

                                                                                     PRÓLOGO.

Escocia.

Invierno de 1863.

Sentía un dolor espantoso en el brazo. Cuando quiso ponerse de pie, después del fuerte empujón que le propinó el esposo de su madre, sintió que este se le partía a la mitad. No le quedó más que encogerse en el rincón llorando en silencio, tenía que aguantar para que el señor Leagan no se desquitara con su madre por el llanto que él emitía. Aunque al parecer, su mamá ya había hecho algo para que el hombre la golpeara.

A su tierna edad de seis años, no comprendía por qué la golpeaba hasta porque la comida no llevara sal. Para él y sus hermanos, su mamá cocinaba delicioso. Solo que, trabajando como sirvienta y lavando ropa ajena, no le daba suficiente tiempo para hacer guisos muy elaborados. Pero a pesar de estar siempre cansada, por el trabajo y los golpes, nunca les faltaba comida.

Deseaba que llegaran sus hermanos. Neal no podría hacer nada, pues contaba solo con cuatro años, pero estaba seguro que Albert, quien tenía ocho, haría algo para ayudar a su pobre madre.

Aunque ya ayudaban demasiado. Salían a vender cigarros a las afueras de las tabernas de la ciudad, en donde casualmente su padrastro gastaba el poco dinero que llegaba a la casa. Ese día Stear no fue con ellos porque tenía gripe y un poco de fiebre. Afortunadamente era el día de descanso de su madre y lo consintió dejándole en cama y preparándole una sopa de pollo. Estaba cocinando, esperando que llegaran sus hermanos, cuando su esposo llegó, todo borracho, apenas se sostenía en pie, pero cuando vio que el chico estaba "holgazaneando", y que ella se lo había permitido, recobró la sobriedad y comenzó a insultarla y golpearla. Solo que esta vez era peor.

El niño fue testigo de cómo comenzó a golpearla como si estuviera peleando con un hombre. Ella se resistía, hasta que finalmente le dio un fuerte puñetazo en el estómago mandándola al suelo, para comenzar a patearla con fuerza. Fue cuando el pequeño, por defenderla, se le quiso ir encima, pero el hombre era mil veces más grande que él, y lo empujó tan fuerte, que hasta sintió que volaba en el aire, antes de caer sobre su brazo derecho escuchando una especie de chasquido.

—¡No, por favor! —gritó y se puso de pie cuando vio que el hombre, aun encima del cuerpo de su mamá, sacó un cuchillo.

Al acercarse a ellos, vio el rostro de la mujer que le había dado la vida, desfigurado por los golpes y demasiado ensangrentado para reconocerla. Ella ya estaba inconsciente. Y su esposo parecía uno de esos adivinos que una vez habían visto en la feria, Albert le había dicho que estaba ¿en...la entrada? ¿En chance? No. En trance. Ni siquiera le prestó atención cuando comenzó a golpearle con sus pequeños puños, al verlo acercarse al cuello de su madre amenazadoramente.

—¡Vamos, maldita, buena para nada! ¡Despierta! — gritó mientras la sacudía para que recobrara la consciencia.

Era un hombre tan grande que no sentía los golpes. No solo estaba borracho, sino que había probado los efectos de los opiáceos, se sentía poderoso, y por fin había tenido el valor de hacer lo que siempre deseó. No solo acabaría con esa inútil, sino también con sus mocosos, eran una carga demasiado pesada para él. Maldita sea la hora que se casó con ella.

La luz de tu miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora