Cuatro paredes, una puerta. Una estantería, una mesa. Mis folios, mi grapadora, mis bolígrafos. Seis metros cuadrados. Mi espacio. Aquí estoy a salvo, mi territorio. Uno, dos, tres.
No quiero progresar, ni moverme de aquí. No aspiro a más. Esto es lo que soy, lo que me gusta hacer. Nadie entra por la puerta sin pasar por mi atenta mirada, nada escapa a mis ojos a través de las cámaras. Miro por la ventana. Cuatro, cinco, seis.
Regalo una sonrisa a todos: ‘’Buenos días’’, ‘’hasta mañana’’. Me encargo de los papeles, los documentos: firmar, sellar, grapar. Todo dentro de su fecha, todo ordenado. Todo perfecto. Es lo que esperan de mí, ése es mi trabajo. Nunca olvido una reunión ni entrego un folio arrugado. Siete, ocho, nueve. Coloco bien la carpeta.
Conozco los nombres de todos los trabajadores, desde el bibliotecario hasta el repartidor del catering, incluso el apellido del informático que viene una vez al mes. Mi manojo de llaves es mi tercera mano, acertaría a abrir cada una de las puertas del edificio con los ojos cerrados. Diez, once, doce.
Doce pasos me bastan para recorrer mi cubículo. Mi espacio. Aquí estoy a salvo, mi territorio.