San Valentín

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Ryuji, así como Yukio, era bastante popular con la población femenina de la academia. Quizás realmente no alcanzaba el mismo nivel que el gemelo de anteojos, pues éste incluso llegaba a recibir bentos que le preparaban especialmente a él. En el festival del año pasado había recibido numerosas invitaciones de muchachas, las cuales rechazó sin arrepentimientos ni culpa, por lo que no fue sorpresa para sus amigos el que estas chicas y algunas cuantas más que habían ingresado a primer grado ese año, le dieran chocolates por día de San Valentín.

Desde la mañana hubo jovencitas que se acercaban a él, temerosas y temblando, para darles los chocolates que cocinaron. Le confesaban su amor en tartamudeos, pero ni eso era suficiente como para conmoverlo. Todas recibían un rechazo inminente. Algunas se iban, disculpándose por molestar, y otras insistían con que al menos aceptara los dulces, cosa que no sucedía.

No podía agarrar las cajitas y las bolsas con aquellas golosinas cafés, porque hacerlo implicaría que, de alguna forma, estaba abierto a los sentimientos de ellas, lo que no era así. Agradecía que la gente lo considerara atractivo o lo que fuera, pero no las conocía y no podía obligarse a estar con ellas o corresponder por obligación a su enamoramiento.

Al final del día, mientras llegaba a los casilleros con Shima y Konekomaru, suspiró con cansancio pues, extrañamente, responder a todas esas señoritas resultaba agotador. No entendía por qué, pero así era.

Aunque no gustaba de ellas, debía admitir que sentía ligera admiración y envidia por la osadía que las empujaba a confesarse. Él no podría atreverse a tanto. Hasta donde sabia Rin gustaba de Shiemi y no mostraba indicios de estar atraído por gente de su mismo género y/o sexo, aunque, lo ultimo que había sabido de ellos era que la rubia había declinado la petición del pelinegro de ser pareja. ¿Qué pasó con ellos después? No lo sabía, pero tampoco se animaba a preguntar.

Abrió la puerta metálica del casillero y vislumbró dentro una carta de papel rosa pastel.

—No puede ser— se quejaba Renzo a sus espaldas, habiendo logrado ver el sobre—. Otra confesión. ¿Con ésta cuantas son?

—Creo que es la décima— Miwa comentó con cierta incertidumbre, pues había perdido la cuenta, si era sincero.

—¿La décima qué?

Suguro, aún con la mano en la puertecita, giró para encontrarse con el mayor de los Okumura y Godain, recién llegados.

—La décima confesión— el pelirosado respondió al ojiazul—. Bon no ha dejado de recibirlas desde la mañana.

—Realmente eres popular— Rin miró a los ojos del castaño—. No veo que te hayan dado chocolates.

—Los rechacé.

—¿No solo las confesiones, sino también los chocolates? — Ryuji afirmó con la cabeza—. Eso no lo esperaba.

—¿Y eso? — indagó Sei a la par que el gemelo mayor se empezaba a morder las uñas con nerviosismo.

—Siento que aceptarlos sería darles esperanzas.

—Falsas esperanzas— añadió el teñido—. Qué envidia, de verdad. Yo aceptaría los chocolates que todas me dieran sin importar quien fuera.

—¿No has recibido nada? — Rin sonrió divertido cuando Renzo negó—. ¿Ves por qué ni siquiera estás en mi lista?

—Qué cruel.

—¿Tú recibiste algo, Koneko?

—Solo unos chocolates. ¿Qué hay de ustedes?

—No, yo no— Godain contestó, ligeramente apenado—. Tampoco sabría como responder a algo así.

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