Frente a su casa vivía una mujer encantadora, que por corazón llevaba rosas y por labios peligrosas espinas. Sus ojos algunas veces transparentes le sonreían ocasionalmente, cuando salía al porche a leer y la veía allí plantada en su ventana, curioseando.
En la otra casa arbustos de tamaños diversos ocultaban jardines de girasoles. Una vez la pilló plantando uno, el más pequeño y, por tanto, el más reciente.
Pareciera que en el bosque sólo estuvieran ellas, el mustio abrazo de la soledad y su propia intriga.
La mujer -Jimin, como su madre la había presentado- se había mudado hacía semanas, pero Minjeong, siempre danzando en el limbo, no hubo reparado en su presencia sino días más tarde, al volver del Instituto culminado el semestre.
El verano había llegado, arrastrando consigo días de vacío y letargo incompresibles. Sin nada más que hacer, se instaló en la ventana de su habitación a leer y se dedicó a escudriñar la casa vecina. Cautivada por el aura místico del lugar, pasó a admirar a su dueña, que inquieta recorría los corredores de su vasta casa. La observaba ir y venir en un trajín sempiterno que ganó su interés y, como era de esperarse, la joven mujer de enfrente se convirtió en el mejor cuadro para pasar sus tardes insípidas de calor y de libros inacabados.
De cara a la infraestructura se postraba altanero un pino, y al ras una silla bañada en amarillo oro, algo desgastada por el ardiente sol. La escena habría sido perpetuada por Minjeong de mil y un maneras, un sinfín de veces, y aún así creía que no eran suficientes. La imagen sólo sería interrumpida por su vecina, que posteriormente guardaría el mueble, luego de días de haberlo abandonado en el patio.
Tenía por sabido el afín de la mujer por la lectura. Oía a los viejecitos de la parroquia aplaudir su benevolencia, alabar cada virtud, y era rara la noche en que cenas opulentas no tenían cabida en la casa vecina. Con todo esto, Jimin todavía le resultaba un enigma. Ahondar en la razón detrás de su interés no estaba en discusión, pues Minjeong no sentía ningún afán por cuestiones de lógica. Era una muchacha llevada por sus pasiones e impulsos, y muy poco juiciosa. Así pues, no fue muy difícil abandonarse al deseo absurdo e imperioso de observarle. Le asombraba el magnetismo que su aura profería. Se sentía víctima de un hechizo indestructible del que no quería ni podía escapar.
La fijación era tal, hasta el punto en que sorprendió a la mujer en sus sueños. Allí lucía una bella melena cobriza. Se le veía radiante, alegre. Sus luceros albergaban un afecto acérrimo que le arrancaron suaves suspiros y tímidos murmullos. A veces bailaban, otras tantas las descubría recostadas en hierba mojada, compartiendo caricias y palabras amorosas. Pero entonces Jimin la miraría con profunda pena, antes de cepillar un par de sus rizos con sus adorables dedos y sostener su mandíbula, pidiendo que la perdonase. Le hacía promesas, y lo último que sentía al cerrar los ojos eran sus labios, impresos en la piel de su frente.
Despertaba poco después, con un sabor agridulce saturando su boca, pero con un candor irrefrenable colmando su pecho y vientre, e inevitablemente dirigía su vista a la casa del frente, donde ventanas cerradas y luces apagadas le devolvían la mirada.
Las alucinaciones ocurrían con una frecuencia preocupante, y para su consternación, cada una tenía el mismo final; Jimin excusándose, prometiendo una segunda reunión y concediéndole un beso de consecuencias catastróficas. Se dio cuenta que los besos, firmes pero no por eso menos cándidos, iban trasladándose paulatinamente, con una parsimonia extraordinaria que le maravillaba. Comenzaban en su frente y fluían cual llovizna por el arco de su nariz, se desviaban y bebían del cereza de sus mofletes, hasta acabar en el umbral de su boca hambrienta, que rezaba por más.
Expuesta a tan viles circunstancias, optó por ignorar a su vecina y los sentimientos injuriosos que su estadía suscitaba. Terminada la jornada se encerraba en su cuarto y rendida se desplomaba en su cama, exhausta. Al volver de sus sueños era incapaz de dormir, y fingir un sosiego que no sentía durante el día le cansaba sobremanera. Con el avanzar del tiempo, las ilusiones fueron desapareciendo. La regularidad con la que las tenía era ahora escasa, y vivía sus días complacida, sin tan siquiera echarle una ojeada a la casa vecina. Pero una noche, con el pecho agitado y un nudo en la garganta, al cerrar vacilante sus ojos se reencontró con Jimin, una triste y dolida que con sus manos trémulas la sostenía ingrávida.
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Sobre el Sol mezquino y la Luna inocente
Fanfiction¿Qué culpa tenía el Sol? Qué culpa tenía el Sol de haberse enamorado de la Luna taciturna.