Toys are for boys

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Aquél hermoso joven rubio de 23 años cursaba los semestres finales de la carrera de Leyes en una prestigiosa institución londinense. Es verdad que su familia, los Wyvern, vivían holgadamente y pagaban los estudios del unigénito, de quien, estaban seguros, se convertiría en algún poderoso magistrado en su país.

Pero también era cierto que los padres de Rhadamanthys creían que debía aprender el significado de ganar su propio dinero para comprender su valor y que jamás perdiese la humildad en su trato interpersonal. Por ende, lo urgieron a buscar un trabajo de medio tiempo para que solventase el costo de sus insumos escolares y sus gastos personales.

El problema del uniceja para conseguir un empleo era derivado por sus horarios; así que, por sugerencia de su compañero de dormitorio, Aiakos, quien trabajaba de barista en la cafetería de enfrente y vio el cartel con la vacante, había acudido a una gigantesca juguetería en el centro comercial más cercano al campus universitario. Así fue que, tras entrevistarse con el encargado del local, se quedó con el puesto.

Pasaba las tardes acomodando los juguetes, limpiando anaqueles, etiquetando productos y atendiendo a los clientes. Esto último era lo que más le costaba trabajo, ya que jamás había sido precisamente sumiso, y en ocasiones los padres de familia lo sacaban de quicio y sentía que su sangre hervía cuando los chiquillos ensuciaban el pasillo que él recién había barrido y trapeado. En palabras de su compañero de trabajo y enamorado secreto, un menudo joven de cabellos rosas de nombre Valentine, era muy eficiente y confiable, al grado que el jefe planeaba ofrecerle la gerencia, pero era evidente que en los planes del apuesto universitario no figuraba el hacer carrera en la venta de juguetes.

Aquella tarde de viernes, agobiado por la enorme cantidad de tareas que lo esperaban en su dormitorio y por la cual había tenido que cancelar sus planes de ir a ver el fútbol en un pub con su vecino de dormitorio, un joven noruego de intercambio llamado Minos y con Aiakos, quienes eran sus inseparables amigos a pesar de sus caracteres tan diferentes, pero quienes compartían su pasión por el deporte del balompié.

Era uno de esos días donde nada le había salido bien, y solo aguardaba el final de su turno para avanzar un poco con sus lecturas pendientes y dormir. Lo que no se imaginaba es que ese mismo día su vida iba a voltearse de cabeza.

Se encontraba acomodando el estante más alto del anaquel, subido en las escaleras, maldiciendo su suerte después de que Aiakos le enviase un mensaje instantáneo a su teléfono insistiéndole en salir a beber unas cervezas, ver el partido y después perderse en alguna aventura junto a Minos. Por enésima vez, el rubio declinó la invitación y continuó acomodando las figuras de Power Guy, el superhéroe de moda entre niños y adolescentes.

-Maldición, qué buen culo- escuchó una voz masculina detrás de él. Encendido del rostro, inmediatamente volteó a mirar al autor de semejante ofensa, y se encontró con un sujeto que observaba con un mohín la figura del superhéroe. Claramente se lo había dicho a él, pero el sujeto, con total desenfado, restó importancia y continuó analizando todos los ángulos del personaje de plástico. Wyvern no sabía si enojarse aún más o sentirse mal porque, al final, no estaba seguro de que aquél sujeto hubiese lanzado el piropo hacia su persona.

-¿En qué puedo ayudarlo, señor? ¿Desea ver más figuras de Power Guy?- le preguntó, tratando de mantener el control, el empleado. Hasta ese momento, después de bajarse de las escaleras, apreció de cerca la apariencia agraciada del cliente: se trataba de un atractivo hombre delgado, alto (aunque menos que él), de cabellera larga y azul que mantenía a raya en un descuidado chongo, una tersa y bronceada piel oliva y dos enormes ojos verdes coronados con largas y abundantes pestañas negras. Iba vestido de forma sobria con una camisa blanca; corbata, calzado, guantes de piel y lentes de aviador en el bolsillo de la camisa. Guardaespaldas, sin duda.

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