Noche de reflexión

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Noche de reflexión – Pov Kaiba Seto

¿Hace cuánto tiempo que todo cambió? ¿Cuándo fue? ¿En qué momento la vida dio un giro tal que se le volvió del revés? La imagen de un fugaz y accidental beso me vino a la memoria. Ah, sí... cómo olvidarlo.

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Cómo olvidar que por culpa de tus insignificantes amigos nos vimos envueltos en la situación más vergonzosa del primer semestre de preparatoria. Recuerdo a Mazaki intentando calmar nuestro enfado, bueno, en realidad trataba de calmar el tuyo; recuerdo al simiesco de Honda decirle que ni se molestara, y entonces ella hizo el amago de darle una colleja, el muy imbécil se fue a apartar y en el proceso acabó empujándote, con tan mala suerte de que caíste en mi dirección, estando yo sentado pulcramente en mi pupitre, y que por acto reflejo me volví para ver qué pasaba... entonces sucedió. Aún a día de hoy no puedo evitar suspirar al recordar aquel ínfimo instante: la leve presión de tus labios sobre los míos, la suavidad de estos, la calidez de tu aliento, el ligero aroma a caramelo que llegó hasta mi nariz, tu expresión completamente asustada cuando conseguiste recuperar el equilibrio. Tu palidez y el silencio sepulcral en el que se vio sumida el aula. Pero, a pesar de todo eso, hubo algo que verdaderamente llamó mi atención y que estoy seguro de que nadie más notó al estar completamente pendientes de mi reacción: el leve rubor de tus mejillas. Sí, pude verlo desde mi privilegiada posición sentado frente a ti, pude apreciar perfectamente cómo en esa piel que se había quedado más blanca que el papel. Y todo esto teniendo en cuenta que apenas sí transcurrieron unos tres segundos desde que me robaste el que fuera mi primer beso y te separaste mientras esperabas lo que todos parecían calificar en sus insulsas mentes como un castigo divino. Es más, puedo asegurar que ese pensamiento lo tenían sobre todo las féminas que conformaban nuestra clase de aquel último curso de preparatoria, entre ellas esa a la que llamabas amiga. Sí, esa que no paraba de recitar el discurso sobre la amistad como si fuera un mantra.

No puedo evitar reír bajito cuando recuerdo la forma en que tus pies casi se tropiezan entre ellos cuando quisiste dar un paso atrás al ver cómo mi cara se deformaba en un rictus de profundo odio y aversión. ¿Qué querías que hiciera? En apenas unos segundos habías hecho que por mi cabeza se cruzaran diversos pensamientos, entre ellos el querer volver a probar tus labios nuevamente para corroborar si de verdad eran tan suaves o si sólo me lo había imaginado, el desear que no te hubieras apartado tan rápido ya que el daño estaba hecho, el necesitar que el mundo a nuestro alrededor desapareciera como se supone que ocurre en esas insípidas novelas románticas que la mitad de la población femenina de esta estúpida institución se lee para llenar de pájaros sus airadas cabezas. Todo eso por culpa de un mísero roce que no debió de haber significado para mí otra que cosa que no fuera un insulto, una afrenta hacia mi persona. Y en vez de querer arrancarme los labios por el asco, estaba ansiando volver a besarte, pero esta vez con toda la amplitud de la palabra.

El caos se adueñó de mi mente por culpa de aquellos pensamientos, así que sí, me levanté con un rictus furioso pintado en mi cara, dispuesto a devolverte a base de golpes cada una de mis neuronas afectadas, y teniendo en cuenta que tengo muchas, y que estaba seguro de que más de la mitad se habían visto envueltas en ese caótico remolino que se había formado y tomado fuerza dentro de mi cerebro, no iban a ser pocos los puñetazos que planeaba darte. Bueno, siendo justos iba a repartirlos entre tu cara y la del orangután que tienes por amigo y que en ese momento estaba tan paralizado como el resto de los presentes. Pero ¿cómo es el dicho? ¿Mala hierba nunca muere? Sí, creo que es algo así. Justo cuando yo terminaba de levantarme el profesor de turno hizo acto de presencia, haciendo que los atrofiados mecanismos de movimiento de nuestros compañeros se volvieran a poner en marcha, corriendo cada uno a su correspondiente lugar, incluido tú, aunque más bien lo que hiciste fue huir con el rabo entre las patas lo más rápido que éstas te lo permitieron. Estoy seguro de que si te hubieras caído en ese momento habrías, incluso, caminado a cuatro patas al igual que los perros.

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