No quiero ser una mártir, eso es definitivo, pero no se cómo no serlo sin tener que recurrir a prácticas que continúen esta guerra. La guerra la tengo muy adentro de mi. Muy adentro. Sé que soy un simulacro, pero ahora tu también lo eres. Y quiero que quede claro que ya no siento nada a estas alturas. Perfectamente sé que no es una amenaza hueca, sé que en realidad piensas hacerlo y créeme, estoy ansiosa porque por fin tengas el valor. No quiero justificarme, pero nadie te conoce mejor que yo. Te veo siempre Lena, en todas las luces que he conocido, porque todas las conozco a través de ti. Entiendo mejor que nadie los siete puntos de transición de cada uno de tus estados de ánimo y te he visto en silencio desde que eras chiquita, aún antes de que pudieras reconocerme. Te he seguido en cada etapa. Te he visto crecer y he estado contigo en todas las circunstancias, cuando a veces vanidosa te arreglabas para algún ritual, cuando desenfadada tirabas tu uniforme en los calurosos días de escuela, estuve ahí, siempre contigo. Te he seguido en dos dimensiones, imitando tus movimientos mejor que cualquier mimo porque ninguno, aún el mejor, podría ser más preciso que yo. Siempre te he acompañado incondicionalmente, y sigo contigo aún ahora que lo detesto y paso el tiempo añorando esa iluminación de antes, cuando todo solía ser mucho más natural, más fresco. Tus rutinas desde que aquel mal hombre te engancho en ese trabajo se han vuelto cada vez más nocturnas y estridentes. Desde hace trece meses acudes a mi solo en la noches, y por las mañanas alcanzo a verte solo anestesiada, siempre dormida o somnolienta. Los lunes los pasas tirada todo el día en la cama y de martes a domingo, cuando te toca trabajar, vienes a mi sólo por trámite -creo que te da vergüenza verme- para cubrir con maquillaje la piel amarilla que cada vez se te hace más acartonada. Como a las 3 de la madrugada (más o menos) acudes a mi, velada por humos de cigarro y cubierta en sudor pastoso. Retocas las plastas de rubor en tus mejillas y te vas. Te ves desgastada, "muy perjudicada", por usar la expresión de tu madre. Ella no entiende, y yo tampoco, cómo es que acabaste metida en esto, cómo te convertiste en una "enganchadora" -así he escuchado que le dicen a lo que haces-. Supongo que yo, como tu reflejo, también ahora soy eso y me repugna. Y déjame decirte que la fealdad de esa palabra, "enganchadora", no le hace honor a lo horrible de tu profesión. A veces no sé cómo asimilar todas las cosas que he tenido que ver...No entiendo cómo es que tardé tanto en hacer algo al respecto, en tomar medidas drásticas como ésta para hacerte ver lo jodido de la situación en la que nos metiste. No atestiguo toda tu rutina, pero ya me la han platicado. Cuentan que te sientas sola en restaurantes de moda para atraer hombres y luego secuestrarlos. Consigues por unas semanas toda su información y luego se la das a los demonios esos para que les destrocen sus vidas y las de sus familias. Hay partes que sí me toca ver, porque algunos días llegas a mis terrenos acompañada por esos pobres señores, y aunque me siento incómoda, disimulo mi vergüenza, trato de actuar con naturalidad aún en tus peores encuentros. Repiten cada dos meses el mismo proceso. Los primeros días te veo con las otras enganchadoras, cuando salen en grupo y alegres platican en los tocadores sobre sus víctimas. Luego te acompaño a moteles mal decorados donde apenas puedo verte desde arriba y los ojos abotargados de esos tipos no me quitan la vista de encima, me examinan con deseo de sátiro mientras yo trato de evadir su mirada fijando la mía en esos cuartos alfombrados, en las pantallas de plasma o en los tapices de mal gusto que decoran tus espacios turbios, cochinos. Después de unos días dejo de saber de ellos, entonces puedo asumir que algo malo les pasó. Cuando visitas a tus jefes, la mala decoración de las habitaciones tiene el agravante de los accesorios de violencia. Detalles como animales disecados en repisas de vidrio, o paredes llenas de armas... Patético y sin embargo, lo confieso, algunas veces disfruté que los visitaras porque vi cosas que nunca antes había visto, cosas que jamás imaginé ver. Son de esas pocas veces que, mientras te personifico, entiendo por qué has hecho lo que has hecho y en descargas de epifanía sé, por seguro, que de otra forma jamás hubieras tenido acceso a esos privilegios. A esas revelaciones, a esas visitas, me aferré por mucho tiempo para sobrevivir, y el sentido de mi cortada vida se traducía a esos momentos. -Fueron lo más parecido a un sueño que alguien como yo podría experimentar-. Así fue, por ejemplo, como viví la experiencia de conocer el mar y esa imagen, te lo juro, fue inolvidable. Uno de los tipos esos traía unos lentes y por esa simple eventualidad aparecí yo, en medio de un paraíso, radiante, bellísima, iluminada. Yo maravillosa con una inmensidad bailando mis espaldas. Nunca un reflejo fue más feliz. Pero esos momentos no fueron suficientes. Después de esas vacaciones tu vida continuo tiñéndose de guinda, de rojo coagulado. Igual que la mía. Y así se fue diluyendo poco a poco, continuamente, todo los tonos fluidos que teníamos, se nos escapó el aire, se nos acabó el oxígeno. Se nos olvidó el mar. Lena tu antes tenías otra mirada y a esos ojos yo respondía con vehemencia. Te bañabas cantando y mira, no hace falta ser muy receptivo para darse cuanta que desde hace mucho no disfrutabas ni al recibir el agua. Ahora que nunca hay música, sólo usas el espejo empañado de la regadera para depilarte, y nunca voy a entender querida, por qué esa maldita obsesión de dejarte toda lampiña, como una niña de 10 años en un cuerpo de mujer. Ya no usas el micrófono falso de la regadera, te enjabonas sin entusiasmo, sin gestos, con una cara impávida que en el más absoluto desinterés se abandona a la tarea de morder la carne de atrás de los labios. A veces, muy de vez en cuando, lloras, pero eso pasa cada vez menos y cada vez ocupas menos y menos sentimiento. Ya no te me acercas ni a exprimir tus puntos negros. Pensaba que eso sería bueno, porque no me volviste a salpicar, pero extraño esos besos, los que me dabas alegre aprovechando la cercanía, cuando tronabas en la superficie fría tus labios mientras me cantabas tontamente una canción de amor. Ahora todo lo haces mecánicamente, nunca te estremeces. Te encuentro particularmente triste es en los salones de belleza a los que ese tipo te lleva para que hacerte parecer una mujer rica. Son salones finos, puedo darme cuenta. Y sí, lo hacen muy bien. Después de una sesión de dinero tu también te vuelves simulacro y puedes interpretar a cualquiera de esas señoritas irresponsables a las que sus padres curten en ignorancia para salvaguardar su inocencia. Es necesario enfocar muy bien para encontrar la farsa, esa como siempre, sólo se revela en la mirada. Pero yo sé bien, yo te conozco. Sé que no eres ingenua y estás muy consiente de tu responsabilidad. Por eso rompí las reglas, hace algunos días, por eso te reprocho. Entiendo Lena que te estoy haciendo daño, pero lo he pensado mucho y no encuentro una mejor forma de sacudirte, de hacerte reaccionar. A mi tampoco me gustaba reflectarte distorsionada en ese espejo de esquina en la maquiladora, el espejo redondo que aquel pendejo colocó con la única intención de vigilarte. Yo conocía también a ese pendejo y sé que te molestaba, yo también lo escuché gritarte, también lo escuchaba. Y créeme, a mi tampoco me gustaba esa vida... Pero no puedo permitir que te transformes en un duende de expresión cínica. No puedo. Nunca imaginé que te alteraría tanto, tan rápidamente. Nunca pensé tener tanto poder. Empecé a dejar de seguirte, esporádicamente. Puse un contratiempo entre tus movimientos y los míos. Lena sinceramente no sé si te hice bien, pero tenía que hacerlo. Vi una reacción de inmediato, una expresión de terror cuando tu te moviste y yo no. Te miré fijamente, con una mirada de reto, tu te volviste loca. El deterioro fue muy rápido, ni siquiera tuve tiempo de asimilarlo. Te he visto siempre Lena y siempre te he seguido, fielmente. Pero un simulacro no puede seguir a otro. Has tratado de tomar mi lugar y por eso ahora no puedo sentir culpa, no puedo volver a esconderme porque ya me he hecho descubrir y esa decisión era irreversible, y lo sabía. No me arrepiento. Tu figura ya no me dice nada. Te he seguido toda la vida y sé perfectamente en lo que te has convertido, por eso no siento nada al tenerte frente a mi, no me mueve tu desquiciamiento, no me apiadan tus chantajes... Flexiona ese dedo de una buena vez, termina con esta mentira. Y deja que arda este lugar.