3. Insectos del espejo

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Naturalmente, lo primero que tenía que hacer era lograr una visión panorámica del país por el que iba a viajar. «Esto se va a parecer mucho a estar aprendiendo geografía —pensó Alicia mientras se ponía de puntillas, por si alcanzaba a ver algo más lejos—. Ríos principales… no hay ninguno. Montañas principales… yo soy la única, pero no creo que tenga un nombre. Principales poblaciones…, pero ¿qué pueden ser esos bichos que están haciendo miel allá abajo? No pueden ser abejas… porque nadie ha oído decir que se pueda ver una abeja a una milla de distancia…» Y así estuvo durante algún tiempo, contemplando en silencio a uno de ellos que se afanaba entre las flores, introduciendo su trompa en ellas, «Como si fuera una abeja común y corriente», pensó Alicia.

Sin embargo, aquello era todo menos una abeja común y corriente: en realidad, era un elefante… Así lo pudo comprobar Alicia bien pronto, quedándose pasmada del asombro. «¡Y qué enorme tamaño el de esas flores! —fue lo siguiente que se le ocurrió—. Han de ser algo así como cabañas sin techo, colocadas sobre un tallo… y ¡qué cantidades de miel que tendrán dentro! Creo que voy a bajar allá y… pero no, tampoco hace falta que vaya ahorita mismo… —continuó, reteniéndose justo a tiempo para no empezar a correr cuesta abajo, buscando una excusa para justificar sus súbitos temores—. No sería prudente aparecer así entre esas bestias sin una buena rama para espantarlos… y ¡lo que me voy a reír cuando me pregunten que si me gustó el paseo y les conteste “Ay, sí, lo pasé muy bien… (y aquí hizo ese mohín favorito que siempre hacía con la cabeza)… sólo que hacía tanto polvo y tanto calor… y los elefantes se pusieron tan pesados!”»

—Será mejor que baje por el otro lado —dijo después de pensarlo un rato—, que a los elefantes ya tendré tiempo de visitarlos más tarde. Además, ¡tengo tantas ganas de llegar a la tercera casilla!

Así que con esta excusa corrió cuesta abajo y cruzó de un salto el primero de los seis arroyos.

—¡Billetes, por favor! —pidió el inspector, asomando la cabeza por la ventanilla.

En seguida todo el mundo los estaba exhibiendo: tenían más o menos el mismo tamaño que las personas y desde luego parecían ocupar todo el espacio dentro del vagón.

—¡Vamos, niña! ¡Enséñame tu billete! —insistió el inspector mirando enojado a Alicia.

Y muchas otras voces dijeron todas a una («como si fuera el estribillo de una canción», pensó Alicia):

—¡Ala, niña! ¡No le hagas esperar, que su tiempo vale mil libras por minuto!

—Siento decirle que no llevo billete —se excusó Alicia con la voz alterada por el temor—: no había ninguna oficina de billetes en el lugar de donde vengo.

Y otra vez se reanudó el coro de voces:

—No había sitio para una oficina de billetes en el lugar de donde viene. ¡La tierra allá vale a mil libras la pulgada!

—¡No me vengas con esas excusas! —dijo el inspector—. Debieras haber comprado uno al conductor.

Y otra vez el coro de voces reanudó su cantilena:

—El conductor de la locomotora ¡como que sólo el humo que echa vale a mil libras la bocanada!

Alicia se dijo a sí misma:«Pues en ese caso no vale la pena decir nada». Esta vez las voces no corearon nada, puesto que no había hablado, pero con gran sorpresa de Alicia lo que sí hicieron fue pensar a coro (y espero que entendáis lo que eso quiere decir… pues he de confesar que lo que es yo, no lo sé):«Tanto mejor no decir nada. ¡Que el idioma está ya a mil libras la palabra!»

«A este paso, ¡estoy segura de que voy a estar soñando toda la noche con esas dichosas mil libras! ¡Vaya si lo sé!», pensó Alicia.

El inspector la había estado contemplando todo este tiempo, primero a través de un telescopio, luego por un microscopio y por último con unos gemelos de teatro. Para terminar, le dijo:

A través del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora