Capitulo 2

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Desperté mucho antes del amanecer, pero me quedé en la cama, mirando el techo en silencio. Sentía los ojos hinchados por haber llorado durante la noche. No quería que nadie me viera así, menos mi padre.

Unos golpes suaves resonaron en la puerta.

—Señorita Ana —reconocí la voz preocupada de Anáis—, debe prepararse. Su padre ya la espera para el desayuno.

Suspiré. Había olvidado por completo que era domingo. Todos los domingos desayunábamos juntos, por tradición. Y aunque muchos lo considerarían un privilegio, para mí era un deber más. Especialmente hoy, cuando lo último que quería era enfrentarme a su mirada de hielo.

—Ya estoy despierta, en un momento salgo —respondí, acomodándome el cabello frente al espejo.

Al salir, Anáis me esperaba en el pasillo. Sus ojos recorrieron mi atuendo con dulzura.

—Está muy hermosa, señorita —dijo con una sonrisa que me reconfortó más de lo que esperaba.

—Gracias, Anáis —le devolví la sonrisa, aunque tenue.

Bajé al gran comedor. Al entrar, mi padre ya estaba allí, sentado en su lugar habitual, con el porte recto y la mirada gélida, concentrado en su desayuno. No se molestó en mirarme. Lo notó, claro que sí, pero prefirió ignorarme.

—Buenos días, padre —dije con respeto.

Él alzó la vista un segundo, apenas asintió, y volvió a centrarse en su comida. Me senté a su derecha, en completo silencio.

—Llegas tarde —murmuró finalmente, sin apartar la mirada de su plato—. Como siempre últimamente.

No respondí. Sabía que cualquier palabra solo empeoraría las cosas. Pero él no necesitaba respuestas para continuar.

—No deberías estar vagando por los jardines de noche, Ana. No es propio de una princesa.

Clavé la mirada en la mesa. Había sido discreta. ¿Cómo lo sabía?

—Y menos esperando a un don nadie con guitarra y voz melodramática —añadió con desdén—. Esa clase de entretenimiento no es para alguien de tu estatus.

Mi estómago se revolvió. Sabía a lo que se refería.

—¿Cómo lo sabe...? —pregunté en voz baja, más para mí misma que para él.

—Porque soy el rey —respondió con frialdad—. Porque aquí no ocurre nada sin que yo lo sepa. Y te diré algo más: no volverás a escucharlo. Ese muchacho ya no cantará cerca del palacio nunca más.

Mis labios se entreabrieron. La rabia me llenó el pecho. ¿Lo había mandado callar?

—¿Por qué...? ¿Qué mal le he hecho, padre, para que me quite incluso lo poco que me hace feliz?

Él levantó la mirada, por fin. Sus ojos eran grises, duros.

—Escucha, Ana —dijo con tono más bajo—. Eres mi hija y te amo, pero no permitiré que un capricho te distraiga de tu deber. No entiendes el peso que cargas, pero yo sí. Y todo lo que hago, lo hago por tu bien.

Tomó mi mano. Su toque era cálido, pero sus palabras, una prisión.

—Quizás pienses que soy cruel, pero un día lo entenderás. Eres la heredera. No puedo darte libertad cuando el destino de todo un reino depende de ti.

Me quedé en silencio. Lo miré a los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, vi un atisbo de sinceridad. Pero eso no borraba lo que había hecho. No importaba cuánto dijera amarme; su amor siempre vendría con cadenas.

Un golpeteo en la puerta nos interrumpió.

—Adelante —ordenó él, soltando mi mano.

Una criada entró con una pequeña reverencia.

—Su alteza, ha llegado la señorita Marta. Pregunta si puede ver a la princesa.

Mi rostro se iluminó de inmediato. Marta. Ella siempre sabía cómo levantarme el ánimo.

—¿Puedo ir a verla, padre?

Él asintió, seco.

Me levanté con rapidez y caminé hasta la entrada donde Marta ya me esperaba, elegante y radiante como siempre. Al ver mi cara, frunció los labios.

—¿Tan mal fue el desayuno?

—Peor —respondí, suspirando.

Salimos al jardín del ala este, el único rincón del palacio que sentía realmente mío. Allí, bajo la sombra de los almendros desde ahí, podía contemplarse todo el jardín oriental del palacio, con sus rosales recién florecidos y las fuentes que, incluso en la distancia, sonaban como una música suave. Era una mañana hermosa, soleada y fresca... al menos, para cualquiera que no tuviera la mente tan revuelta como yo, me dejé caer en un banco de piedra. Marta se sentó a mi lado.

—¿En qué piensas? —me preguntó Marta, dando un sorbo elegante a su taza.

—Tú sabes en lo que estoy pensando, Marta...

—¿Tengo cara de diosa o de clarividente? ¿Cómo voy a saber lo que piensas si no me lo dices?

Una risa escapó de mis labios. Me encantaba su forma de hablar. Siempre sabía cómo sacarme una sonrisa, incluso cuando no quería.

—Oyee —le dije, fingiendo estar ofendida—, ¿por qué hablas como si no supieras? Sabes bien que estoy pensando en ese chico... y en mi padre.

—¿Entonces es cierto lo que me dijo uno de los mozos? —preguntó—. Que tu padre mandó callar al chico que canta los sábados.

Asentí en silencio y solté un suspiro, uno de esos que nacen del alma.

—Es muy difícil estar en mi posición. Tengo estrictamente prohibido salir del palacio, y lo único que deseo hacer es... salir.

Marta me miró, alzó una ceja y sonrió de medio lado.

—Entonces escapa.

La miré, atónita.

—¿Qué? ¿Por qué me miras así? Es simple: escápate sin que nadie lo note. Sé que eres lo suficientemente lista como para armar un plan —sonrió aún más—. Y, por supuesto, yo puedo ayudarte.

—Tú de verdad estás loca —reí, pero sin humor—. ¿Cómo voy a escaparme? ¿No ves que hay guardias por todos lados? Además... no creo tener el valor de hacer algo así.

Aparté la mirada. Me daba vergüenza admitirlo, pero Marta era muy diferente a mí. Ella era valiente, extrovertida, decidida. Yo apenas me atrevía a sostenerle la mirada a la gente.

—No eres la primera que me llama loca —dijo riendo—Pero aun así, mi idea es magnífica!—se levantó de un salto—. ¿No quieres saber quién es ese chico? ¿No quieres escuchar su voz de cerca? ¿Ver si todo lo que sientes es real?

No supe por qué, pero sentí algo recorrerme. Una chispa, una adrenalina inesperada. ¿Y si de verdad podía hacerlo? ¿Y si podía salir, solo una vez, y respirar aire que no fuera de este palacio?

—¿Y cómo podrías ayudarme tú? —le pregunté, cruzando los brazos, tratando de sonar incrédula, aunque por dentro ardía de curiosidad.

Una sonrisa casi malvada se dibujó en sus labios. Me miró como si ya tuviera todo resuelto.

—Eso, cariño... déjamelo a mí —me guiñó un ojo.

—¿Qué puedes hacer tú? Sabes que en este castillo, la única palabra que vale es la de mi padre.

Mi voz sonó insegura. Ella lo notó, pero no dijo nada.

Solo me devolvió esa sonrisa que tenía el poder de convencer a cualquiera de hacer locuras.
La idea era un fuego peligroso. Pero ardía con fuerza en mi interior.

Siguiendo tu vozDonde viven las historias. Descúbrelo ahora