Prólogo

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Era media noche, la lluvia no había cesado. Se había pasado la semana completa en tormenta todo el día. Las calles de Holmes Chapel completamente inundadas, no se podía salir ni al pateo de enfrente o trasero de las casas. Los truenos eran constantes e iluminaban todas las habitaciones de todos los hogares por las ventanas de estas. El cielo parecía furioso; estaba furioso, castigaba al pueblo entero de Holmes Chapel privándolos de salir de sus casas por una semana entera. Inundando todo. Era un pequeño castigo que el pueblo recibía, preparando al mismo para el castigo mayor que caería en aquel.

Todas las personas se encontraban encerradas, en cautiverio. Nadie con suficiente inteligencia saldría de su hogar si quería seguir vivo.

Pero nadie también era un chico que vagaba por las mismas calles inundadas de Holmes Chapel, a media noche, con un delgado suéter, pantalones de dormir, y tenis medianamente nuevos.

Era la media noche y este chico caminaba solo, sin la compañía de algún animal o estrella en el cielo obscuro. Él era el único lunático al salir con la tormenta. ¡Era media noche! ¿Qué se supone que hacía?

Tomaba piedras que lograba localizar entre las aguas y las guardaba en el bolsillo de su suéter. Tarareaba una canción con dificultad, sus labios tiritaban por el frio y su nariz de botón estaba tan roja que cualquiera que lo viera pensaría que es el famoso Rodolfo reno de papá Noel.

Caminaba a pasos lentos. Sus pies sintiéndose más débiles a cada paso que daba, el cuerpo pesado por el peso de su ropa mojada, y la cabeza a punto de explotarle en un genuino colapso mental.

Llegó a su destino acompañado de numerosos relámpagos que amenazaban con quitarle la luz de su interior, pero al ver que aquella luz era tan débil, se les hacía fácil pensar que no valía la pena aprovecharse del agotado rayo que poseía.

Entre el estruendo de los rayos y el sonido del agua golpeando la superficie de casas, autos y calles, se escuchaba el débil golpe de pequeñas piedras pegar una ventana repetidas veces hasta que alguien se asomó por esta.

El mundo se detuvo.

A esta luz hermosa sí que valía la pena quitarle vida. Ese par de ojitos eran lo único necesario para iluminar todo un mundo. Un mundo de nada. Cualquier relámpago estaría dispuesto a quitar esa vida solo para apagar esa luz que les opacaba. Porque a pesar de crear una tormenta con la capacidad de inundar un pueblo entero y mantener a casi todos los habitantes de estos en sus casas, esa luz era capaz de atraer pequeñas almas, una que le alababa como si fuera única, opacando cualquier estruendo de relámpagos. Atrayendo un alma débil hasta su ventana en medio del caos de media noche.

-Hola Sol -habló una vez que vio a sus ojitos iluminar aquella ventana.

Esos ojitos le miraron con tanto asombro que se quedó un momento viéndole fijamente para corroborar que de verdad había una persona afuera de su ventana en medio de una horrible tormenta de media noche.

Y así de rápido como entró en estado de shock, salió para correr fuera de su habitación y casa y llegar al encuentro con esa persona fuera de su ventana.

-Sol, ¿qué crees que haces? Ven, vamos adentro, te vas a enfermar -le hizo señas desesperadas con sus manos para que llegara con él al refugio de un techo.

El mencionado esta vez fue a paso rápido hasta llegar a aquel y abrazarle con fuerza.

-Vamos adentro, Dios, estas realmente empapado, ¿qué te pasa? -le guío dentro de la casa para pasarse hasta la habitación de donde había salido. Le acunó el rostro y le besó la frente antes de buscar toallas y ropas seca para este huésped inesperado. Le sacó la ropa mojada y le secó todo el cuerpo. Cuando hubo acabado, tuvo la intención de arroparlo en su cama pero el atendido no se dejó -. De acuerdo, ¿qué sucede? ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche?

El aludido tardó unos momentos en contestar. No podía concentrarse en responder aquellas preguntas si se concentraba en detallar cada parte del rostro de su ángel y sol. Todos los lunares, las pestañas, sus tupidos pómulos, los hoyuelos en sus mejillas, sus labios, sus lindos ojitos... Su ángel era hermoso, y tenía la certeza de saber que era fuerte y valiente, lo suficiente para seguir viviendo.

-¿Me llevas a la azotea? -preguntó bajito, de repente acariciando la mejilla pálida de su ángel.

-¿Cómo dices? Está diluviando allá afuera, vamos a dormir -le tomó de las manos para intentar arroparlo de nuevo pero este ejerció fuerza para detenerlo.

-Por favor amor, te lo pido por favor -sus orbes se fueron consumiendo en lágrimas amenazando con salir. El aludido se sintió desfallecer. Nunca le había gustado en lo más mínimo ver a su niño llorar, era la única cosa que odiaba en la vida, y la vida siempre parecía castigarle dándole a presenciar esos momentos constantemente. Siempre hacía lo imposible por evitar ver esos ojos llorar; esta no sería la excepción.

Tomados de la mano y bien abrigados, juntos salieron a la azotea de la casa. Por un milagro inexplicable, en vuelta de una hora sólo estaba lloviendo, no truenos, no relámpagos, no rayos. Sólo era el sonido de la lluvia repiqueteando y la respiración calmada de dos personas que decidieron sentarse en la orilla de una azotea, cubriéndose de la lluvia con sus suéteres.

Ya era la una de la madrugada para ese entonces.

Desde que salieron al exterior, el más pequeño de los dos se concentró en mirar más allá de lo visible. Árboles enormes que parecían niños asustados, edificios enormes temblando de frío, casas pequeñas y grandes haciendo refugio, postes de luz, luz, recuerdos, un pueblo triste, y un cielo obscuro que parecía comerle entero. A su vez, admiraba la vista perfecta que tenía a su lado. Quería detallar todo Holmes Chapel en su memoria. Las tiendas, los restaurantes, los parques, todo. Pero su prioridad era detallar todo el ser de la persona que tenía a su lado. Guardar en su memoria esos recuerdos tatuados en piel, el cielo estrellado que vive en su rostro, todas las perlas blancas que forman su bella sonrisa, el largo pelo de chocolate que poseía, el destello de sus ojos, su voz al decir "te amo", "no te soporto", "ya cállate", guardar sus besos, guardar todo y esperar a no olvidarlo todo. No olvidar esa sonrisa que siempre le regala, mostrando sus hoyuelos.

-¿Qué me miras, bobo Boo? -preguntó coqueto.

Sonrió y le acarició el pelo, descendiendo hasta sus pómulos, mejillas y labios, guardando el tacto.

-Te amo -se limitó a decir.

-Me amas -repitió el otro chico con sonrisa genuina, tomando la mano que le acariciaba el rostro -. Quizá te amo igual -acto seguido, besó el dorso de la mano de su acompañante. Este soltó un suspiro.

-Te he dejado algo en el escritorio de tu habitación -dijo de repente.

-¿Ah, sí? ¿No se te ha mojado? -preguntó ladeando el rostro como cachorrito confundido.

-Está en una caja. Lo dejé ahí cuando fuiste por toallas y ropa.

-De acuerdo.

Dos de la mañana.

Se quedaron callados un momento más, un momento largo, viendo el pueblo a obscuras, escuchando la lluvia. Acariciando sus manos, protegiéndose mutuamente del frío espantoso que había.

-¿Planeas que nos quedemos un tiempo más? -preguntó uno de ellos -. Si es así, iré por un suéter o una colcha bien gruesa, moriré de hipotermia por tu culpa.

El más bajo se levantó de la orilla de la azotea ayudando a hacer lo mismo al otro chico, llevó sus manos a las mejillas de este y depositó un fugaz beso en los labios fríos pero siempre suaves y rosas del chico.

-Aquí te espero -murmuró con una débil sonrisa.

-De acuerdo, voy rápido -soltó su mano y se giró para caminar hacia la puerta que va de regreso a la planta baja de su casa, pero se giró al escuchar el estruendo de alguien saltando sobre algún charco de agua. La respiración se le cortó -. Hey, ¿qué haces? -hizo ademán de querer acercarse pero el aludido le detuvo con una seña de manos. Luego, todo fue demasiado rápido y lento a la vez -. Lou, no... ¡Louis!

2:17 am.

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