Al canto del gallo

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Como aves que querían volar del nido antes de romper el cascarón, la dupla de adolescentes aguardaba impacientemente en la parada del bus, cada uno en sus respectivas posiciones. Nahuel, sentado en el inestable asiento, se mordía el pulgar ansiosamente, mirando fijamente en la dirección donde, previamente, Lázaro había corrido con la promesa de volver con una solución. El cacarear de los gallos, cautivos de sus prisiones de fierro, ya había sido asimilado por sus jóvenes oídos como un ruido natural del ambiente.

Calipso, de pie junto al chico y recargada contra el poste de la parada, el cual estaba repleto de afiches publicitarios de todo tipo de servicios, carraspeó, frotándose las manos y exhalando un suspiro.


— ¿Qué se habrá quedado haciendo el Lazo? —preguntó la chica, mirando a su alrededor, buscando con la vista al muchacho.


— No tengo idea, Cali —respondió él, de mala gana, achinando los ojos por el sol de la mañana—. Si lo supiera, no estaríamos esperándolo aquí.


— Era una pregunta retórica, imbécil —dijo Calipso, tocando con el pie la jaula de los gallos, provocando que uno de ellos tratara de picarle el zapato.


Y así se dio por terminada la conversación entre ambos, para que un nuevo silencio reinara en la angosta calle. De pronto, desde el final de la cuadra, pasando los negocios y las casas de adobe, se escucharon los sonidos de los pasos de una multitud corriendo hacia ellos. Entonces, apareció la figura pequeña y enclenque de Lázaro, corriendo con algo en las manos que a lo lejos no se lograba distinguir. Seguidamente, una dupla desconocida lo seguía, soltando risitas traviesas e infantiles, las que se fueron intensificando a la vez que se acercaban. Cuando ya estuvieron lo suficientemente cerca, abandonaron sus posiciones y se acercaron, extrañados, al grupo de chicos.


— ¿Qué estaban…? —antes de terminar su oración, Nahuel vio el objeto en las manos de Lázaro: era vodka—. Lazo, ¿Qué carajo? Se suponía que nos solucionarías lo del transporte, no que traerías alcohol y a dos más…


Los gallos se quejaron una vez más. Calipso, riendo entre dientes, observaba atentamente a los dos extraños, quienes cuchicheaban entre ellos. Notaron algo bastante curioso de ambos: Eran exactamente iguales. En todo. Las risas, los ojos, la forma de la cara. Todo. Lo único distinto era su ropa, de lo contrario, era imposible diferenciarlos. Lázaro rio, negando con la cabeza.


— ¿Dónde están mis modales? Chicos, ellos son Marco y Matías. Son hijos del chofer de la micro que va para el depósito. Se ofrecieron a llevarnos sin costo a cambio de que les demos…—se quedó en silencio un momento, como si tratara de recordar—, ¿Qué era lo que querían a cambio?


— Tabaco —respondieron ellos al unísono, de una forma algo espeluznante.


Lázaro retomó su palabra, observando a Calipso y a Nahuel de manera suspicaz. Estos dos últimos se miraron mutuamente, sin saber muy bien que decir. Nahuel no parecía realmente convencido. No era realmente muy conocido por ser un buen mentiroso. Podía ser muy astuto, pero no tenía idea de como conseguir lo que exigían. Entonces, antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, Cali respondió:


— Trato hecho.


Lázaro sonrió, los gemelos intercambiaron miradas de satisfacción y Calipso suspiró. Aunque, bajo un muy leve destello, Nahuel vio algo en los recién llegados: alivio.


El joven Lazo levantó la botella de cristal con un aire triunfante, destapándola con cuidado de no chorrear nada. Nahuel entendió y, tomando la iniciativa, se acercó a Lázaro, sosteniendo la botella junto a él, y en voz alta, dijo:


— Que se alce el Clan de la chatarra, entonces.


A la luz del día, con algunos vítores y con el canto de un gallo, cada uno se acercó a darle un trago a la bebida; algunos con mejores reacciones que otras, sin saber que ese sería el inicio de una amistad firme como el hierro, pero que también, provocaría el hundimiento de los adolescentes.






El Clan de la ChatarraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora