Prólogo: Castillos de naipes

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Contando tan solo los ocho años de edad, concluí que la vida era como un castillo de naipes. Solo un soplido, el más leve y lejano, podría derribar la construcción por muy estable que pareciese. La brisa que acabó con el mío cargaba con el ataúd de mi madre, muerta y sepultada en un pequeño cementerio de Toledo. Con todas las cartas derribadas sobre la mesa y su cadáver reposando junto al de mi padre, a mí solo me quedaba dejarle rosas blancas cada 1 de noviembre con el permiso de mi hermanastro, Manuel.

Conduciendo él la bici y yo repartiendo periódicos encontramos la forma de ganarnos unas pesetas con las que mantenernos, con las que sobrevivir. Y no eran muchas. Fue durante unos de los trayectos, en el Callejón de Santa Úrsula, cuando Manuel no pudo esquivar una piedra y uno de mis "¡Prensa!" quedó entrecortado por una caída que, desde lo alto del castillo de naipes, bien podría haber sido la definitiva.

Por fortuna o por todo lo contrario, el doctor Eugenio Martos había ido a atender una angina de pecho por allí y rodando acabé sobre sus pies. No dudó ni por un instante en llevarme a su consulta, a un par de manzanas de Santa Úrsula, y allí me curó las heridas ocasionadas por la caída. Se interesó por nuestra situación y Manuel, siempre desconfiado, pero en una petición absorta de socorro, le habló de la muerte de nuestra madre, del trabajo en el periódico y de nuestra terriblemente temprana emancipación.

-Me gustaría ayudaros-dijo el doctor al finalizar Manuel su relato.

-A nosotros ya nadie puede ayudarnos-y cuando Martos intentó replicar, continúo diciendo-¿Puede devolvernos a nuestra madre?

-Sabes que eso es imposible, pero puedo ayudaros de otra forma ¿Vivís muy lejos de aquí?

Manuel negó con la cabeza.

-Quiero que tu hermana...

-Hermanastra-aclaró con desdén.

-Tráemela por las mañanas.

-¿Para qué?

-Para proporcionarle unos conocimientos básicos y enseñarle una profesión.

Y cuando observaba pasmada la situación desde la camilla, el doctor me miró:

-¿Quieres?

Fue de este modo como empecé a trabajar bajo sus órdenes. En un principio, tan solo tenía que completar unas fichas rutinarias sobre los pacientes. En ellas, debía rellenar huecos tales como su nombre, su apellido, su sexo, su fecha de nacimiento y su dolencia, antes de que entraran a ser atendidos. Poco a poco, sin saber muy bien cómo, encontré la comodidad en el cuidado a sus pacientes y me familiaricé con ellos, así como con todos aquellos utensilios y enfermedades que veía tan lejos a mi llegada. Solo así el castillo de naipes puede volver a construirse, sabiendo cómo apoyarlos sobre sí mismos para que sirvan de cimientos de lo que está por llegar. Estuve mucho tiempo esperando, sin saber qué era lo que me iba a deparar la vida, y quizás si no lo descubrí hasta mis veinte años de edad, fue por eso de que lo bueno se hace esperar. Lo bueno, en concreto, llevaba el nombre de Amelia Ledesma. Un golpe a la puerta, ir a abrirla y encontrártela desplomada.

La primera vez que la vi llegaba a la consulta después de haber sido atropellada. Apenas pudo decir unas palabras: perdió el conocimiento tan pronto como me vio. La tomé en brazos, la coloqué sobre la camilla y me puse una vez más a instrucciones del doctor para salvarle la vida. Al desanudarle la camisa, comprobamos que el faro del coche le había reventado en la cadera y tenía la piel que la cubría completamente rajada por la decena de cristales que se acumulaban en la herida abierta. Fueron minutos muy intensos de incertidumbre en los que tanto Martos como yo focalizamos nuestra atención en quitar cada uno de esos pequeños cristales para poder limpiar la herida.

El Ferro. Tinta de sangre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora