Prólogo

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Brew caminaba lo más rápido que podía, desesperado pero sin perder los modales propios de un príncipe, por la grandeza del elegante palacio ante el llamado de su padre, el rey. Según se le había informado, precisaba de su presencia urgentemente. Llegó a la recámara de su progenitor, exhausto, y tocó la puerta.

–Pasa, tranquilo –le contestó su padre con la voz apagada.

El rey se encontraba sentado en la cama, apoyado en el respaldo de esta, bajo las sábanas moradas, sudando. Lo único que lo acompañaba eran un pañuelo, el calor de su estancia dentro de la cama, la luz casi amarillenta de la lámpara de la mesita de noche blanca, varias bebidas sobre la misma y la luna asomándose tímidamente a través de la ventana a poco más de un metro.

El príncipe agarró una silla que se encontraba olvidada en una esquina cerca de la ventana y se sentó lo más cerca que podía de su padre, tomándole de la mano mientras, con una voz calmada, le preguntaba:

–¿Todo bien, papá? ¿Me necesitabas para algo?

–Todo bien, hijo. Quería que vinieras porque tengo que comentarte un hecho importante –apretó el agarre entre sus manos mientras lo miraba fijamente a aquellos ojos azules que siempre había amado y que nunca se atrevió a decírselo.

Quería demasiado a su hijo y la verdad le dolía, le escocía, le quemaba por dentro. ¿Quizá debería haberle dicho todo lo que pensaba sobre él cuando podía? Seguramente, pero ya era demasiado tarde.

–He estado hablando con tu madre, y hemos quedado en que dentro de un mes y medio serás el próximo rey. Confío en ti, hijo. Sé que serás un buen rey –su mano pasó de agarrar las de su hijo a acariciarle la mejilla con ternura y amor, algo que alguna que otra vez, sabía que había faltado.

Brew no podía creer lo que su padre le acababa de decir. O, quizás, no quería creérselo.

–¿Qué? ¿Tan rápido? Creo que es un poco precipitado, si puedo ser sincero.

–Ya tienes 26 años, Brew. ¿Cuándo esperas asumir tus responsabilidades como el príncipe que eres? Creí que ya estarías preparado y que incluso te haría ilusión que pudieras ser coronado mientras siga vivo.

El rey, al finalizar la frase, dejó paso libre a unos míseros segundos rellenados por un silencio incómodo. Justo después, tosió. Se cubrió la boca con un pequeño pañuelo blanco que lo había acompañado durante un largo rato. Esta vez, un líquido rojizo lo manchaba. Decidió esconderlo. Pero Brew fue más audaz, y consiguió verlo. Se preocupó, pero, ¿qué podría hacer él? Simplemente darle el gusto que su padre le estaba pidiendo.

–Me hace ilusión, claro que me hace ilusión. Pero simplemente no me lo esperaba, no aún.

–Ya se está empezando a organizar todo, Brew. Nunca me fallaste, no hagas de esta la primera vez, te lo pido por favor.

–Claro que no, papá –respondió, volviendo a tomarlo de la mano, envolviéndola con las suyas.

–Hijo mío, sabes que estos días siento que no me queda mucho tiempo más de vida –comenzó a decir el más mayor de la habitación con la mirada perdida a la vez que nostálgica, recordando momentos pasados que algún día vivió con sus hijos–. Esta noche, cuando vayas a dormir, diles a tus hermanos por mí que los quiero, que siempre los quise y que siempre los querré –hizo una pequeña pausa para continuar diciendo:–. Estoy orgulloso de ti, Brew, de cada uno de vosotros. No olvidéis eso nunca. 

–¿Qué estás diciendo? Papá, por favor, no digas esas cosas ahora. Vas a poder decírselo las veces que quieras. Te pondrás bien.

Los ojos se le comenzaban a humedecer. Aunque Brew trataba de hacer su mayor esfuerzo por no llorar, alguna lágrima traicionera rodaba sobre sus mejillas. Su padre lo vio y, obviamente, entristeció, odiaba ver a alguno de sus hijos llorando, se le partía el alma. Pero prefería hablar con la verdad a vivir en una falsa felicidad que, tarde o temprano, se terminaría acabando.

–Simplemente hazme ese favor, ¿quieres?

–Está bien –contestó casi a regañadientes.

–Descansa bien, hijo.

Brew tan solo asintió, aún con la sensación de nuevas gotas acristaladas explorando parte de su rostro, además de los restos de las anteriores grabadas en su piel. Con el dorso de la mano trató de, sin éxito, limpiarse la cara. Se levantó de la silla y la volvió a dejar en el lugar donde la había encontrado. Se paró, de pie, mirando a través de la ventana. Luna llena. "¿Tenía que ser una noche de luna llena?" se preguntó. Al cabo de unos minutos admirando la extraña belleza que desde que era pequeño le había provocado la luna, se acercó a la puerta de madera blanca.

–Descansa igualmente, papá. Te quiero.

Salió de la habitación, aún con una horrible sensación dentro de su cuerpo. Caminó directo a su habitación, donde lloró aún más de lo que ya había hecho, con la falsa seguridad de que nadie lo podría escuchar. Elisse, su hermana menor de los 6 que eran en total, que dormía en la habitación contínua, aún seguía despierta, y lo escuchó llegar alterado. Él hizo más ruido del que creyó. De modo que ella fue a su habitación y se quedó allí, consolándolo sin saber qué había pasado hasta que finalmente se durmió.

El rey no quedó mucho más tranquilo. Pero, ¿qué podía hacer? Nada. Lágrimas contadas con los dedos de las manos salieron de sus ojos, cargando todo el dolor que podían. A los minutos, cansado, terminó por apagar la luz de la lámpara, tumbarse en la cama tapándose con las sábanas y dejar el pañuelo, prueba de lo mal que estaba, encima de la mesita de noche.

Al día siguiente, consiguieron salir toda la familia a dar un pequeño paseo por el gran jardín. Disfrutando de la compañía unos de otros mientras sentían el calor del sol sobre sus pieles. Los progenitores se mantenían sentados alrededor de la mesa de madera en unas cómodas sillas de exterior la mayor parte del tiempo, viendo como sus hijos jugaban, bromeaban y se divertían.

Eran felices.

–¿Linah? –llamó el rey a su mujer, Linah, con una voz que empezaba a escucharse nostálgica, con una pizca de tristeza que manchaba el feliz momento.

–¿Sí, Kalon?

–¿Se ven felices, verdad? –le preguntó repentinamente Kalon, sentado al lado de ella.

–Sí, se ven felices. Realmente se están divirtiendo mucho –respondió, calmando a su amado. Los dos miraban como los chicos jugaban con agua, mojándose unos a otros. "¿En qué momento crecieron tanto?" pensó ella–. ¿Todo bien? –Linah volteó su mirada hacia su marido, ligeramente preocupada.

Ahora, se miraban fijamente a los ojos el uno al otro. No hacían falta palabras para comunicar lo que cada uno pensaba. ¿Desde cuándo podían hacer eso? Ninguno de los dos lo sabía. Después de más de una década juntos era algo normal, ¿no? Desde que se conocieron siempre sintieron esa extraña conexión que los unía, como si fuera obra del destino que ellos estuvieran juntos, pasara lo que pasara.

–¿Es demasiado tarde para decirte lo mucho que te amo? Debería haberlo hecho más veces.

–Yo también te amo, cariño –respondió la reina con ternura, juntando sus frentes para finalizar con un beso lleno de amor.

Los más jóvenes siguieron jugando un rato más. Merendaron allí todos juntos en la mesa donde se encontraban sentados los reyes. Estuvieron hablando sobre diferentes temas nada importantes, reían y bromeaban. Pasaron un buen día. Más tarde, una vez ya el cielo oscurecido, cenaron dentro, todos juntos, y se fueron a sus respectivos dormitorios.

Aquella noche, el rey murió sin poder coronar a su hijo en vida.

LCE: Luna, ¿sigues aquí?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora