Encontrado y perdido

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AL día siguiente, Momo se puso en camino bien temprano para buscar la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse la tortuga.

Momo sabía dónde estaba la colina verde. Era un barrio residencial, muy lejos de la zona del viejo anfiteatro. Estaba cerca de los barrios nuevos, es decir, al otro lado de la gran ciudad.

Era un largo camino. Es cierto que Momo estaba acostumbrada a caminar descalza, pero, cuando por fin llegó a la colina verde, le dolían los pies.

Se sentó en el bordillo para descansar un poquito.

Era realmente un barrio muy distinguido. Las calles eran muy anchas, estaban muy limpias y casi desiertas. En los jardines, detrás de los muros y de las rejas de hierro árboles seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, en los jardines, eran por lo general edificios alargados, chatos, de hormigón y cristal. El césped afeitado delante de las casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en él. Pero por ningún lado se veía pasear a nadie por los jardines ni jugar en el césped. Puede que sus habitantes no tuvieran tiempo.

—Si supiera cómo descubrir dónde vive Gigi —le dijo Momo a la tortuga.

Lo sabrás, apareció escrito en la espalda de Casiopea.

¿Tú crees? —preguntó Momo, esperanzada.

—¡Eh, tú, cochina! —dijo, de repente, una voz detrás de ella—. ¿Qué haces aquí?

Momo se volvió. Había allí un hombre que llevaba un curioso chaleco a rayas. Momo no sabía que los criados de la gente rica llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:

—Buenos días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho que ahora vive aquí.

—¿Que buscas la casa de quién?

—De Gigi Cicerone. Es mi amigo.

El hombre del chaleco a rayas miró a Momo con desconfianza. Detrás de él, la puerta de hierro había quedado algo abierta, y Momo pudo echar una mirada al jardín. Vio un amplio césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba una fuente. Sobre un árbol en flor estaba posada una pareja de pavos reales.

—¡Oh! —gritó Momo, admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!

Quiso entrar para verlos más de cerca, pero el hombre del chaleco la retuvo por el cuello.

—¡Quieta! —dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!

Soltó a Momo y se limpió la mano con su pañuelo, como si hubiera tocado algo muy asqueroso.

—¿Es tuyo todo esto? —preguntó Momo, señalando a través de la puerta abierta.

—No —dijo el hombre, menos amable todavía —¡Lárgate! No se te ha perdido nada por aquí.

—Sí —contestó Momo, con tesón—, he de buscar a Gigi Cicerone. Me espera. ¿No lo conoces?

—Por aquí no hay cicerones —replicó el hombre del chaleco y se volvió. Entró en el jardín y quería cerrar la puerta, cuando, en el último momento, se le ocurrió algo.

—¿No te referirás acaso a Girolamo, el famoso narrador?

—Pues claro, Gigi Cicerone —contestó Momo, alegre—, así se llama. ¿Sabes dónde está su casa?

—¿De verdad que te espera? —quiso saber el hombre.

—Sí —dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo lo que como en casa de Nino.

El hombre del chaleco arqueó las cejas —y movió la cabeza.

—Esos artistas —dijo, agrio—, qué caprichos tan tontos tienen. Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, su casa es la última de allí arriba, en esta calle.

momoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora