La lluvia ya venia desde el día anterior, pero, a partir de la medianoche, la cosa cambió; había otra energía, otra animosidad. Apenas la aguja se posiciono sobre el 12, al torrente de agua se le sumó un vendaval; después, por un instante, la lluvia pasó a ser llovizna y, por ultimo, volvió la lluvia con viento. A pesar de la notable subida de temperatura en el transcurso de las ultimas semanas, los calefactores de la casa seguían funcionando, disponibles para cualquier cuerpo que buscara un poco de calor nostálgico y burgués. Tanto mi mente como mi físico estaban en modo de conservación, acurrucado en mi espacio seguro, poniéndome en el papel de un cavernícola moderno (pero sin la preocupación por la sanguinaria existencia de cualquier depredador desalmado que me quisiera resignificar como alimento). La casa era mi cueva, nuestra cueva, el lugar desde donde escuchábamos al aire silbar, junto a mis viejos, el perro y el eterno bongó.
El bongó era un artilugio musical configurado por dos tamborcitos que estaba expuesto sobre una mesita del comedor desde que tengo memoria, regalo de una tía mas bien lejana en un cumpleaños igualmente lejano. Apenas aparecido fue, para papá y mamá, un objeto mas de decoración que alimentaba un dudoso gusto estético establecido a fuerza de revistas chic; pero, para mi, tenía una significado diferente. Como nunca pude entender a la música, tanto en su complejidad como en su simpleza, le tenia respeto (y un poco de miedo) a todo aquello que representara la necesidad de un mínimo de noción del ritmo, de armonías, melodías, de palabras, de poética. Este misterioso mundo me encantaba, pero jamás me animé a cruzar la linea que separa al espectador (el ser expectante, pseudo pasivo) del artista. Con el tiempo supe olvidarme de esa incertidumbre que me generaba la presencia de un instrumento en la casa; apenas si me gastaba en posar mi mirada sobre ese cuerpo de madera y cuero durante alguna comida para volver inmediatamente la vista al capitulo de turno de los Simpson. Aunque lo cierto es que, en los momentos que mas ensimismado me sentía, cuanto mas eyecto de la realidad me encontraba, su percusiva existencia calaba en lo hondo de mis pensamientos, como un ritmo primitivo que se manifestaba en honor a Pazuzu o algún que otro ente mágico: tutuncuntumtum, inútil, tutuncuntum.
Durante este aguacero en particular (el de la lluvia con silbidos), los tamborcitos me acusaron de manera horripilante; su tez polvorienta e inexplorada me insultaba de sobremanera, como nunca antes lo había hecho. Mi reacción fue novedosamente inmediata y, por un segundo, en un clic instantáneo (insight), los vi, viejos e inútiles, algo patéticos comparados a mi juvenil y magnifica existencia. Enervado por el repentino desprecio ante mi histórico rival, el que vivía solo para recordarme mi carencia expresiva, pensé en dar un paso de valentía inusitado: le asestaría un solo golpe, desdeñosamente único, y nunca jamás se volvería a pensar en la cuestión. Habría de inmiscuirme en territorio enemigo para terminar de una vez por todas con esa incomodidad musicalmente violenta que me azoraba y me sobrepondría como el ser dominante, el sujeto sobre el objeto. Fue así que levante mi mano derecha de manera segura y desmedida, como si elevara por sobre mi la llave que abre una puerta a otra existencia, y ejecuté, con decidida fuerza, el movimiento perentorio. Apenas se efectivizó el contacto, el bongó se partió en 3 piezas; los parches se rajaron de manera horrible y los aros de metal que los mantenían tersos sobre el vacío circular que configuraban los dos cilindros de madera se doblaron estrepitosamente. Aquello, sin lugar a duda, no volvería a funcionar, jamás. Yo, por mi parte, observando a mi mano ejecutora, con los dedos rojos e incomodos, hormigueando de manera gratificante, me di cuenta de que había perdido un día mas de mi vida sin aprender a tocar el bongó.