Capítulo4

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Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado, la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas, dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha, y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo.

En el sitio donde se paró el carruaje había un templo antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que, mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había dispuesto que yo me alojara.
La gran puerta que daba al Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de lo menos cinco pies de alta.

A ella subió el emperador con muchos principales caballeros de su corte para aprovechar la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras de mano.

Pero pronto se publicó un edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte. Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más melancólico en que en mi vida me había encontrado.

El ruido y el asombro de la gente al verme levantar y andar no pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia adelante en semicírculo, sino que también, como estaban fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.

Cuando me vi de pie miré a mi alrededor, y debo confesar que nunca se me ofreció más curiosa perspectiva. La tierra que me rodeaba parecía toda ella un jardín, y los campos, cercados, que tenían por regla general cuarenta pies en cuadro cada uno, se asemejaban a otros tantos macizos de flores. Alternaban con estos campos bosques como de media pértica; los árboles más altos calculé que levantarían unos siete pies. A mi izquierda descubrí la población, que parecía una decoración de ciudad de un teatro.

Ya había descendido el emperador de la torre y avanzaba a caballo hacia mí; lo que estuvo a punto de costarle caro, porque la caballería, que, aunque perfectamente amaestrada, no tenía en ningún modo costumbre de ver lo que debió de parecerle como si se moviese ante ella una montaña, se encabritó; pero el príncipe, que es jinete excelente, se mantuvo en la silla, mientras acudían presurosos sus servidores y tomaban la brida para que pudiera apearse Su Majestad.
Cuando se hubo bajado me inspeccionó por todo alrededor con gran admiración, pero guardando distancia del alcance de mi cadena. Ordenó a sus cocineros y despenseros, ya preparados, que me diesen de comer y beber, como lo hicieron adelantando las viandas en una especie de vehículos de ruedas hasta que pude cogerlos.

Tomé estos vehículos, que pronto estuvieron vaciados; veinte estaban llenos de carne y diez de licor. Cada uno de los primeros me sirvió de dos o tres buenos bocados, y vertí el licor de diez envases -estaba en unas redomas de barro- dentro de un vehículo, y me lo bebí de un trago, y así con los demás. La emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre de uno y otro sexo, acompañados de muchas damas, estaban a alguna distancia, sentados en sus sillas de manos; pero cuando le ocurrió al emperador el accidente con su caballo descendieron y vinieron al lado de su augusta persona, de la cual quiero en este punto hacer la prosopografía.
Es casi el ancho de mi uña más alto que todos los de su corte, y esto por sí solo es suficiente para infundir pavor a los que le miran. Sus facciones son firmes y masculinas; de labio austríaco y nariz acaballada; su color, aceitunado; su continente, derecho; su cuerpo y sus miembros, bien proporcionados; sus movimientos, graciosos, y majestuoso su porte. No era joven ya, pues tenía veintiocho años y tres cuartos, de los cuales había reinado alrededor de siete con toda felicidad y por lo general victorioso.

Fin del capitulo 4

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