Portorosso, pequeño pueblo pintoresco de pescadores y puestos de pasta. Ese había sido el gracioso verso que Guido había creado para describir a su querida tierra. Conocía cada escondite, callejón y edificación realizada allí, incluso más que el mismo Ercole Visconti, puesto que más allá de las órdenes del mayor, siempre protegió a los más pequeños de su tiranía con aires de terrateniente.
Guido nunca fue malo, sólo tomó malas decisiones, entre ellas, el haber hecho amistad por interés con el bravucón de turno. Su naturaleza bondadosa había sido superada por el instinto de supervivencia que le picaba en el cuello cada vez que Ercole se acercaba mandoneando alguna estupidez.
Y por ello fue que cuando Giulia Marcovaldo demostró ser mejor que él como atleta y como persona, no tardó ni un minuto en mostrarle un mudo rechazo. Un oscuro sentimiento se apoderó de él cuando descubrió que Ercole estaba dispuesto a asesinar a sangre fría a quienes tan adorables habían sido con los que lo rodeaban. ¿Qué habría pasado si hubiese estado bajo sus órdenes un tiempo más? ¿También habria pasado por su mente el asqueroso desprecio a quienes eran diferentes?
No sabía qué pensar.
Era en noches como esas que se desvelaba viendo el agua, oscura y salvaje, meciendose a su ritmo, cuando se ponía a pensar en lo oscuro que hubiera sido su vida si fuera como Ercole. Egoísta, intolerante, insoportable, odiado por todos por lo bajo y vitoreado a lo alto por miedo.
Giulia había sido la primera en levantarse contra él, y durante tres veranos se encargó de hacerle la vida imposible. Claro, hasta que llegaron esos dos chicos vestidos con ropa del siglo pasado y que saludaban a todos llamandole "estúpido", que resultaron ser los mismos monstruos marinos que demostraron tener más humanidad que todo el pueblo.
Y vivían en sus orillas, bajo el agua; y tambien entre ellos, sobre la superficie. Eran mestizos resultado del amor entre el agua y la tierra, podían ver las entrañas más profundas del océano y también las estrellas más lejanas del cielo. Una maravilla de la naturaleza.
De repente el agua salpicó donde tenía pegada la vista. Guido se sobresaltó un poco, y rapidamente se escondió tras una enorme roca. La costumbre de creer en los monstruos marinos como bestias asesinas aún calaba en sus huesos. Le tardó un segundo recordar su nueva realidad, los seres marinos eran realmente buenos, y le temían tanto a los humanos como los humanos a ellos. Asomó su cabeza y se arrastró por la arena hasta volver a su asiento de ripio.
El agua volvió a salpicar, esta vez un poco más lejos, y antes de poder reaccionar, una silueta se recortó contra la luna pálida durante segundos que parecieron mágicos. Unas escamas violetas y azules brillaron exigiendo más luz lunar para lucirse, y una vestimenta absurdamente contrastante con su tono de color, se volvió casi transparente absorviendo más agua de la que debía.
La silueta cayó al agua chapoteando como un ahogado, riendo. Eso creyó Guido. Vió las pequeñas gotas volar con cada brazada de aquel ser y la Luna que parecía hundida hasta la mitad en el agua, no le permitía ver con claridad la identidad del ser.
Afiló su vista, arrugando los ojos, esperando no equivocarse. Ese realmente debía ser él , no existía otro tan escandaloso o bello.
Se dió cuenta tarde que llevaba veinte minutos mirando la silueta fijamente, cuando ésta había notado su presencia.
Se detuvo, y en una rápida carrera se acercó nadando, en un abrir y cerrar de ojos, el monstruo marino que bailaba a no menos de quince metros, estaba frente suyo, goteando agua dulce por todas sus extremidades. Unos pocos centimetros de piel morena se abrían entre las escamas moradas, hechizando a Guido, nunca había podido presenciar la transformación de uno de ellos de tan cerca.
Y ahora que se le brindaba la oportunidas, debía admitir que era maravilloso, mágico, hermoso. Sus ojos brillaron de emoción cuando la piel morena saltó entre las escamas del brazo izquierdo, dejando ver una marca de tinta en forma de ancla, que ocultaba una cicatriz causada por algún arpón.
- Guido. - Dijo Alberto. Y el susodicho alzó la vista para encontrarse con unos deliciosos ojos verdes brillantes, aún algo amarillos por el agua.
Guido sonrió embobado y agitó la mano para saludar a su amigo. Pronto le subieron los colores al rostro, y pensó que tal vez Alberto creería que lo estaba acosando.
Soltó un suave quejido de espanto e intentó taparse la cara tironeando de sus cabellos castaños. Tal vez se estaba mostrando demasiado culpable.
- Ey, ¿Qué haces? - Alberto preguntó un poco alterado por el actuar de su amigo.
Guido susurró algo demasiado avergonzado que Alberto no entendió, así que se limitó a dejar caer su trasero al lado de su amigo que claramente estaba teniendo un ataque de pánico debido a la cercanía.
Por su parte, Guido quería ser tragado por la tierra. Alberto se habia desplomado a su lado y podía sentir el ritmo de su respiración agitada, la humedad de su piel y el calor que emanaba el mestizo. De la nada, Guido también sintió mucho calor.
- Juro, - Comenzó y su voz salió en un hilo. - que no te estaba acosando.
Alberto detuvo su vista en el agua negra y respiró.
- Lo sé.
- ¿Lo sabes? Eso es genial, p-porque jamás haría algo así, ya sabes... Lo sé, acabas de decirlo, por eso lo digo yo. Es decir, yo sé que tú ya sabes que jamás haría es-
Un brillo verde lo dejó anonadado bajo la luz de la Luna, acallando su balbuceo hasta volverlo inaudible. Alberto lo estaba mirando, cansado en el alma.
Guido lo sabía. Sabía lo mucho que sufría el moreno por la falta de su amigo mestizo, por quien lo daba todo.
Sin decir palabra, porque aprendió que callado lograba expresarse mucho mejor, apoyó una mano en el hombro de Alberto y le dedicó una mirada llena de ternura, buscaba transmitirle la paz que claramente le faltaba.
Alberto sintió una mariposa rebolotear en sus mejillas al ver esos hermosos ojos café oscuros brillar con tranquilidad. Sonrió un poco.
Podría quedarse mirando a aquellos ojos durante toda la noche.
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Sobre el nivel del mar (Flufftober 2021)
FanfictionGuido estaba seguro que podía ignorar el cosquilleo en su pecho cada vez que veia al nuevo inquilino de la casa Marcovaldo. Pero no podía ignorar las malas acciones que cometió bajo la tutoría del matón de turno. Alberto tenía razones para odiarlo...