La Mirada

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-¿Quieres un café? - pregunté.

El hombre que se sentaba a la mesa de mi cocina me miraba con una extraña mezcla de curiosidad y satisfacción. Sus ojos me escrutaron una vez más antes de decidirse a responder.

-Sí, por favor. Corto de leche, si puede ser.

-No me queda leche, lo siento. Se me acabó hace unos días y con lo que está pasando...

Atajó mis disculpas con un gesto de la mano y respondió:

-Entiendo. En ese caso me conformaré con rebajarlo con agua. No me gusta el café fuerte.

Café. Aquella era la primera cosa de la que hablábamos desde que le abriese la puerta unos minutos atrás. En aquel momento, estupefacto como me sentía, no supe qué decir y, sin más, lo dejé entrar. Ahora, sin embargo, me preguntaba con creciente insistencia ¿por qué lo había dejado entrar?

Lo observé un instante antes de verme obligado a desviar mis ojos en otra dirección. Había algo en él a la vez familiar e inquietante. Algo que me hacía sentir tal desasosiego que llené la cafetera de agua del grifo apoyado de costado contra el mueble, para no perderle de vista.

¿Por qué lo había dejado entrar?

Volví a mirarlo y nos estudiamos en silencio mientras el agua se calentaba a mi espalda. La conclusión a la que llegué fue la misma a la que había llegado por instinto unos minutos atrás: el parecido era enorme y al mismo tiempo había algo distinto en él. No era la edad. No era el tiempo que había transcurrido desde la última vez que nos viésemos. Era esa mirada que tenía.

-¿No vas a preguntarlo? - dijo al fin.

Parecía impaciente por algo.

-¿El qué?

-Por qué he venido.

Era él y no era él. La voz ronca y sus exageradas expresiones eran las mismas que recordaba. El rostro había envejecido más de los años que recordaba que hubieran pasado, pero se le reconocía tras los profundos surcos que lo marcaban. El pelo había encanecido y se había dejado crecer una barba blanca desordenada y descuidada. Era él y sin embargo... Esos ojos...

-Sí... Sí... Tienes razón - dije al cabo de un instante -. Disculpa mis modales. Hola tío - me detuve al pronunciar aquella palabra. Incluso llamarle así me parecía extraño -. Qué... ¿Qué es lo que te trae por aquí? - Volví a hacer una pausa no muy seguro de si debía añadir lo que me rondaba por la cabeza. Hacerlo o no era algo más que cortesía o descortesía. Mis sentidos me sugerían algo que mis instintos se negaban a creer. ¿Era en verdad él? Y si así era, ¿dónde había estado? - Pensaba... Pensaba que habrías...

-¿Muerto?

Y entonces rió con aquella carcajada estridente que tanto me complacía cuando era un crío.

-Puedes decirlo, chico. Al fin y al cabo han sido veinte años sin dar señales de vida.

Veinte años. No los había contado, pero la cifra parecía exacta. Veinte años sin saber nada de él y ahora, de pronto, aparecía frente a mi puerta como si nos hubiésemos visto hacía unos días.

-Pues ya ves que no. Sigo vivo. ¿Quién iba a decirlo, eh?

-Sí. Quien iba a decirlo...

Pese a su amplia sonrisa me costaba encontrar qué decir porque cada vez que mis ojos cruzaban los suyos, las palabras se atascaban en la garganta.

La cafetera silbó detrás de mí y di un respingo. Me giré para apagar el fuego y cuando me di cuenta de que le había dado la espalda, me volví tan rápido que a punto estuve de derramar el café sobre él.

La mirada. Un relato corto de terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora