Prologo.

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La oscuridad, el frío y la soledad se convirtieron en mis compañeros constantes.

Me sentía ausente, como si contemplara la vida a través de un cristal empañado. Los altos pinos y la espesa neblina me rodeaban, intentando ocultar mis pecados. El suelo blanquecino bajo mis pies anunciaba la llegada del invierno, mientras sentía caer de mis manos un espeso líquido caliente que empapaba mi vestido de dormir. Todo a mi alrededor daba vueltas; me mareaba y el olor nauseabundo de la sangre me producía arcadas y malestar...

"—¿Mamá?" Mi voz salió temblorosa.

"—Mamá, tengo miedo." Espesas lágrimas comenzaron a caer de mis ojos sin control. Abrazaba ese cuerpo frío, con los ojos abiertos suplicándome que huyera; y comprendí en carne propia la crueldad de arrebatar una vida.

"—¡POR ALLÁ!" Giré abruptamente por el susto, buscando la fuente de aquella voz fuerte y estrepitosa. Quedé inmóvil, presa del pánico, hasta que un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. El bosque parecía darme una oportunidad, una esperanza, un aliento de vida.

"—Corre..." Otra voz sonó firme y sigilosa como un susurro en mis oídos. "Corre..."

Esta voz insistía, incitándome. Las alarmas que mantenían mi seguridad se activaron; pequeños puntos anaranjados a lo lejos se acercaban como bolas de fuego. No necesitaba quedarme más tiempo para saber que buscaban destruirme, así que cedí a los deseos de esa misteriosa voz.

Los pinos a mi lado dejaron de verse tan altos y lejanos; parecían cerrarse sobre mí para quitarme el aire, volviéndose obstáculos sombríos que rasgaban mi ropa y piel mientras escapaba de esas luces que me atormentaban. El dolor de mis pies al ser cortados por las espinas y rocas bajo la capa de nieve era insoportable, pero la adrenalina y el terror parecían ser la única medicina para apartar el dolor.

El viento helado quemaba mi piel desnuda y las ramas se enredaban en mi cabello mientras caía sobre unos arbustos que por suerte no tenían espinas. Me hice lo más pequeña posible entre ellos, tratando de ocultarme.

Desde allí, pude contemplar la luz de la luna teñir la nieve con un brillo cristalino. Por un instante, todo fue sereno y silencioso; pero la tranquilidad y el caos siempre van de la mano. Los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos; el oxígeno entrando y saliendo rápidamente me provocaba un gran dolor en el pecho, y la vista borrosa anunciaba una próxima pérdida de conciencia. Antes de desvanecerme, me enrosqué como un gato, rogando que los arbustos cumplieran su función.

La adrenalina me abandonó y el peso de mis sentimientos me aplastó junto al dolor físico. Ante un último suspiro, sentí en lo más profundo de mi alma una esperanza: esto no sería el final, sino el inicio.

El Espejo De Los RecuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora