Era una noche de agosto, la brisa mecía las cortinas de la ventana abierta, por la que apenas entraba la tenue luz de la luna creciente. Y allí, en la cama, yacía un hombre durmiendo junto a su amante, inconsciente de su destino. Era el rey, que traicionando a su amada, su prometida y futura reina, se había acostado con una de las doncellas del servicio, una joven volátil como una paloma. Ella lo sabía; los había descubierto. Al ver a su hombre, su futuro esposo, aquel que le había prometido amor eterno y la había agasajado con tremendas dulzuras, aquel que pintaba un futuro color de oro, que la haría reina y señora, la mujer más poderosa de la isla; ahora lo veía ante sus ojos traicionándola, engañándola vilmente con otra, pensando que ella jamás se daría cuenta y que él podía hacer lo que quisiera. Una sensación extraña le recorrió todo el cuerpo al ver la escena; el odio, que le hervía la sangre, el despecho ante el engaño y la traición. Todo se derrumbó lentamente, y aquella breve sensación de felicidad ante el futuro se hizo añicos, convirtiéndose primero en el despecho, los celos, y luego en el odio. Le revolvía las entrañas y le hervía la sangre. No podía dejar ese hecho impune.
Cuando el rey dormía plácidamente, completamente ignorante de las iras de su mujer al descubrir que la había engañado, ésta cogió su daga. Una daga fina, afilada, que destellaba con brillos de plata a la luz de la luna; la empuñó con mano firme y de un solo golpe la hundió en el cuerpo del que sería su marido. La sacó, reluciente de sangre, y volvió a hundirla en el pecho entre dos costillas, a la altura del corazón. Él abrió los ojos, que la miraron desorbitados, y quiso gritar pero no pudo; boqueaba ahogándose en su propia sangre. Los ojos azules y brillantes de ella lo miraron sin piedad, reflejando el odio y los celos que sentía; nunca más volvería a engañarla. Tres veces más se hundió la daga en la carne, y finalmente abandonó el cuerpo inerte y sangrante. Corrió por los pasillos, con el vaporoso tejido de su vestido manchado de sangre, al igual que la chorreante daga y sus manos. Corrió sin que nadie la viera, descalza, con la salvaje melena al viento, huyendo de nada; corrió por la playa, con las olas por centinelas y la luna como guardián, entre estrellas que eran como mudas espectadoras de aquella fatídica noche.
Ese fue el desencadenante de todo. El momento en el que se condenó. Había derramado sangre real, y los dioses no perdonarían eso, jamás. Estaba escrito desde los inicios de los tiempos que aquel que matara a alguien sería castigado, mayor era el delito si se mataba a un rey por celos. El Dios de los dioses la juzgó.
—Por celos y odio has matado al hombre que te ha engañado; has derramado la sangre de un rey, has acabado con una vida humana. Grave crimen por el que has de ser castigada, con una maldición que caerá sobre ti. No podrás andar sobre la tierra, no serás una humana más; vagarás sin rumbo ni destino por las aguas de todo el mar, y solo con suerte un milagro te salvará. Buscarás eternamente tu sitio, y si acaso encontraras a alguien que te diera un beso de amor verdadero, podrían romperse tus cadenas.
Y allí quedó ella, abandonada en las rocas de la costa, llorando. Las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas, y al llegar a sus labios le sabían a sal, como el agua del mar. Cuando la luna caía por el horizonte y la marea se retiraba, ella se transformó; la maldición hizo su efecto, convirtiéndola en sirena. Sus piernas quedaron unidas, desapareciendo para formar una gran cola de escamas de un azul plateado, terminada en una aleta horizontal. Al convertirse en sirena, se tiró al mar, nadando como un pez en el agua oscura.
Aceptó su destino, y con una resolución casi furiosa lo dejó todo atrás. Se acostumbró a su nuevo cuerpo, impulsándose con fuertes coletazos y avanzando allá a donde quisiese, respirando en el agua como los peces, sintiéndola fluir sobre todo su cuerpo al nadar. Se meció con las olas, saboreó la sal del mar, nadó junto a miles de peces y fue hasta las profundidades, alejándose de la costa; allá donde vivían las sirenas. Los restos de su vestido habían quedado destrozados, y ahora era como una sirena más; larga y fuerte cola de brillos plateados, torso desnudo, larga melena enredada por el mar, toda hermosa, a pesar de que sus ojos, azules y glaucos como el mar, reflejaban tristeza, resentimiento e ira contenidos.
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La dama del mar [✓]
FantasyCondenada por matar al hombre que la engañó, vaga por el mar buscando su sitio. La maldición que la convirtió en sirena, solo puede ser rota por un beso de amor verdadero. Historia inspirada en la canción de Mägo de Oz.