No pude despedirme

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Hinata volvió a mirar hacia la entrada y después a su reloj. Estaba claro que no iba a llegar.

Se lo había dicho, que tenía entrenamiento con su nuevo equipo y que no pensaba ir a la estación a despedirle. Y, sin embargo, él había conservado la esperanza hasta el final.

«¿Cómo eres tan idiota, Kageyama? Dijimos que haríamos esto fácil».

—Hinata —la voz del profesor Takeda le devolvió a la realidad—. Tienes que subir al tren.

Shōyō asintió y se volvió a abrazar a su madre y su hermana una vez más. Las lágrimas de la mayor mojaron nuevamente su cuello y él la estrechó con fuerza, separándola después para regalarle la mejor de sus sonrisas.

—Todo estará bien, mamá. Tienes a Natsu y yo un sueño que cumplir. Cuando menos te lo esperes estaré de nuevo en casa.

La mujer le devolvió la sonrisa, aunque más amarga de lo que le hubiera gustado, sabiendo lo mucho que añoraría a su primogénito.

Se despidió de todos los demás alzando el puño, mostrando su determinación y su compromiso con la victoria que le traería de vuelta a casa. Y ellos hicieron lo mismo, seguros de que el polluelo había crecido lo suficiente para iniciar un vuelo de miles de kilómetros. Y, pese a que los cuervos no eran aves migratorias, estaban convencidos de que, una vez hubiera pasado una temporada en tierras más cálidas, volvería a Japón con sus alas bien formadas y un vuelo mucho más alto y poderoso.

Cuando las puertas del tren se cerraron, Hinata caminó hacia su lugar en el vagón y se acomodó en el asiento para el viaje de casi tres horas que tenía por delante hasta el aeropuerto de Narita.

Sacó su móvil con la intención de llamar a Kageyama y reclamarle por no haber ido a despedirle. Pero, al desbloquear el teléfono, apareció la última foto de la galería que había estado mirando la noche anterior, justo antes de quedarse dormido; aquella que les había hecho Yachi apenas seis meses antes, sin saber que, horas después, la vida de ambos cambiaría radicalmente.

Lo recordaba tan claramente como si hubiera sucedido ayer.

«Kageyama estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared del gimnasio, bebiendo de su botella, cuando él llegó corriendo, huyendo de Tsukishima, al que le había derramado un zumo por encima. Había sido un choque fortuito, pero el rubio no iba a dejarlo pasar.

—¡Casa! —había gritado al colocarse entre las piernas del armador, doblando las suyas y encogiéndose un poco, ahogando la risa que le provocaba la cara molesta del más alto, que se acercaba a él a pasos agigantados.

—¿Casa? ¿Qué tienes, cinco años?

—Dieciocho —respondió altivo, girando un poco su rostro para encontrar los orbes índigo de Tobio—. Tú aún diecisiete, así que no te burles, que soy mayor y me debes respeto, «chibiyama».

—No es muy inteligente de tu parte molestarme cuando has venido a meterte entre mis piernas.

No pudo evitar una carcajada ante el comentario inocente de Kageyama.

—Meterme entre tus piernas... mmm, me gusta cómo suena —bromeó.

Durante unos segundos, el otro le miró sin comprender, pero después abrió mucho los ojos y enrojeció, seguramente al procesar sus propias palabras.

Le encantaba hacer avergonzar a Tobio. Y era fácil, porque la mayoría de las veces no pillaba a tiempo las bromas, las indirectas o los dobles sentidos —sobre todo de índole sexual— que surgían a su alrededor de manos de sus compañeros cada vez con más frecuencia. Y es que, al fin y al cabo, todos eran adolescentes con las hormonas revolucionadas. Y la mayoría no estaban tan obsesionados con el voleibol como ellos.

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⏰ Última actualización: Oct 28, 2021 ⏰

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