El Marqués entró silencioso pero con paso firme y decidido en la sala principal del Casino, ya abarrotada a aquellas horas confusas y peligrosas en que la noche empieza a llamarse madrugada.
Algunos, al verle llegar, se asombraron por la valentía que demostraba al presentarse allí después de todo lo que había llovido sobre él, sobre su nombre y su familia en los últimos meses. Hasta hubo quien le admiró secretamente por su valor. Quienes le conocían mejor ya le esperaban y no se asombraron por tanto de nada. Su llegada abrió muchas bocas, cerró otras tantas y convirtió una noche que se auguraba de lo más aburrida en un hervidero de chismes y murmuraciones a cuenta del esquivo Marqués y su sorpresivo regreso al seno de la sociedad local.
Aquel hombre enjuto y prematuramente avejentado, saludó con desgana a unos e ignoró a otros. Le hubiera gustado poder mostrarse más efusivo y locuaz con aquellos que si le habían acompañado en las horas que sucedieron a la muerte de la Marquesa y sobre todo con los que a lo largo de mucho tiempo le habían frecuentado prodigándole su amistad y haciendo caso omiso de los rumores y maledicencias que siempre, desde su más temprana juventud, le habían perseguido.
Sin embargo, él prefirió refugiarse en el silencio y trató con la misma frialdad e indiferencia tanto a amigos como a enemigos durante el tiempo que estuvo sentado a la mesa de juego. Los que le conocían bien y le apreciaban sinceramente entenderían las razones de su actitud y los que no, le importaban menos que nada.
El legítimo heredero de una de las mayores fortunas de la localidad, la provincia y puede que del país, no había hecho en su vida más que trabajar para cuidar y multiplicar ese patrimonio. Si algo le sobraba en ese momento concreto de su vida eran el dinero y la soledad. Por eso, cuando hubo ganado por cuarta vez y no aguantó el aburrimiento, abandonó la mesa y a sus compañeros de timba sin dar explicaciones y se guardó en el bolsillo sin contarlo, pese a que era una gran suma, el dinero que había ganado.
Desapareció por la misma puerta por la que había entrado horas atrás, ignorando como había hecho toda su vida, las miradas que como puñaladas se clavaron en su espalda y le acompañaron hasta que abandonó la sala y mucho después. Algunas eran de pena, otras de conmiseración y las hubo también de sincero y profundo desprecio.
El camino de vuelta a casa lo hizo tranquilo, sin prisa, disfrutando del aire fresco de la noche o tal vez de una ilusión tan vana como efímera. La de poder alargar indefinidamente el tiempo y no llegar nunca a esa casa tan vacía sin ella.
Finalmente y a pesar de que había tratado de ralentizar todo lo posible sus pasos y su caminar, se vio frente a la puerta del señorial palacio y abrió él mismo la pesada puerta de hierro forjado.
Nada más fallecer La Marquesa, habían sido despedidos todos los criados y esa noche, el Marqués se alegraba más que nunca de haber tomado esa decisión. El abandono que desde hace meses, desde que se había quedado solo, sufría la propiedad tanto interior como exteriormente, le puso las cosas aun más fáciles. Sin más dudas, ni vacilaciones se preparó para llevar a cabo la decisión ya impostergable y definitiva de quitarse la vida.
Una vida que no tenía sentido para él desde que su madre había muerto. Ella había sido su única amiga, su única compañera en los buenos y los malos momentos. La única presencia femenina que había llenado su existencia sin alterarla. La única mujer que le había querido incondicionalmente a pesar de todos sus defectos.
Las demás mujeres que habían pasado por su vida, tan pocas que podría contarlas con los dedos de una mano, solo buscaban apropiarse de su dinero o de su alma como insistía hasta el cansancio la Marquesa.
Hubo una que incluso había intentado adueñarse de las dos cosas al mismo tiempo; de su fortuna y de su corazón. Tal fue el caso de aquella muchacha tan bella como insolente llamada Alicia, a quien “mamá” detestaba, y cuyos huesos descansaban ahora en algún lugar ignoto de la propiedad familiar, entre el jardín y el patio trasero.
Descansaba allí en castigo a su osadía. Fue tan osada como para arrancarle a la fuerza unas palabras de amor que él nunca hubiera querido decir. Como para intentar convencerle de que había alguien en el mundo mejor que “mamá” y como para intentar alejarle de esa casa, del único hogar que él había conocido y deseaba conocer.
Mientras se preparaba para ingerir el mismo veneno que “mamá” y él le habían dado de beber a la insensata Alicia en su última noche entre los vivos, el Marqués sintió paz.
Le dio una gran paz la constancia de que esa noche, en cuestión de minutos tal vez, se quedaría dormido y ya no despertaría. Dejaría de sufrir por la ausencia y la soledad y descansaría para siempre muy cerca de las dos mujeres que más había amado.
Mamá estaba en el panteón y Alicia en el jardín, rodeada por todas esas flores que a ella tanto le gustaban. Muy pronto se reuniría con ellas.
A una de ellas había tenido que matarla para conservar el cariño de la otra, de la más importante, de la que le había dado la vida. Una vida que ahora él le devolvía casi tan intacta como la había recibido.