El invitado audaz

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Ah! la pereza, esa sensación que nos invade de vez en cuando, especialmente en esos días calurosos de semana santa cuando las chicharras nos deleitan con su zumbido. No recuerdo la última vez que disfruté de su cálida presencia, porque las cosas no están para eso.

En mi limitada apreciación de la vida, creo que la pereza es un sentimiento lujoso y que en estos tiempos aciagos está reservado para alguna élite de la que desconozco sus miembros; aunque más de un apreciado conocido llenaría gustoso la solicitud de membresía y sería recibido con honores, bombos, platillos y todo, aunque tal pompa no duraría mucho.

Aunque esta corta nota no es para aburrirlos con nuestro apreciado e íntimo vicio capital, del cual es poco acertado decir que se "sufre de pereza" porque no ella no se "sufre", se "disfruta" en lo más profundo de nuestro ser, tal como de un pecado bien hecho nos regocija; sino para contarle sobre un animalito que escapó de la atenta atención de quien sintetizó los 7 pecados capitales y determinó que la pereza era uno de ellos, además que debió ser un dolor de cabeza insufrible para el encargado de la logística y su cuota de seres vivos en aquella conocida arca.

Rondando por el vecindario y quisquilloso en su trato personal (bueno... si se dio el lujo hacer esperar al encargado del arca, las necesidades humanas son fruslerías irracionales para este audaz invitado) ayer estuvo de visita en la terraza de uno de nuestros vecinos, el dichoso animalito. En principio lo confundí con un crítico de arte, ya que tenía los ojos puestos en un simpático afiche que adorna una terraza, pero su mirada reflejaba la frialdad con que juzgaba el criterio artístico de quien colgó el cuadro en ese lugar.

Por otro lado, también dudé sobre la honestidad del tal individuo, ya que comenzó a mover el cuadro con intenciones un tanto grises. ¿se lo quería llevar o solo vino a alinearlo, probablemente lo vio torcido desde su árbol y vino raudo a corregir un pequeño desatino decorativo.

Engalanado con una pretora de mariposas (realmente son polillas, pero para adornar un poco este aburrido relato, podremos darnos un ligero permiso creativo) que lo acompañaban revoloteando a su alrededor mientras yo le invitaba a pasar a otro lugar más cómodo, quizás entre los árboles.

Insistía en permanecer aferrado a su lugar como un invitado poco decoroso y de escasas buenas maneras, nuestro apreciado Manuel Antonio Carreño le dedicaría todo un capítulo de haber visto tal vergonzoso comportamiento público, especialmente en una terraza ajena.

Después de algunas idas, venidas y siseos un tanto bruscos y groseros de su parte, por fin cedió en su insistencia de permanecer en el lugar, que había considerado propio y permitió que lo escoltará hasta su lugar de honor entre arboles frondosos, suculentas hojas y perfumadas flores. Supongo que estará feliz en su montaña, atento a no ser presa de un depredador o bien permaneciendo vigilante de la manera en que son colgados los afiches en las terrazas.

Finalmente, apreciado lector, Ud. se preguntará ¿Y por qué no escribió Pereza con P mayúscula desde un principio? bueno, muy fácil: me dio pereza.

Fin!


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