III

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El cielo pintaba rojo, luchaba con naranja y se perdía en amarillo al fondo, mientras Jaebeom observaba el amanecer abrazando sus rodillas, maravillado de la belleza natural frente a sus ojos. Estaba deshecho, de eso no cabía duda, pero estaba en paz. Una extraña quietud interior en la que ni el miedo ni los demonios internos tienen permitido hacer ruido, por respeto quizás, por miedo tal vez, al chico a su lado quien parpadeaba cansado, luchando por no caer dormido.

— Tengo miedo —susurra el mayor, con un tono de voz tan sereno que no denota el pánico que siente su corazón palpitando fuerte en su pecho.

Jackson asiente, en silencio, metido dentro de la sudadera del pelinegro —. Yo también.

— Voy a sacarte de aquí.. —repite el pelinegro, como dijo antes apenas pisaron el techo donde observan el amanecer —. Pero necesito tiempo. Juntar un poco de dinero, hablarlo con mi abuela..

— No debe ser ahora —tranquiliza el menor, con una suave sonrisa —. Podemos hacerlo juntos, poco a poco.

— Sé a donde ir.. —susurra Jaebeom, con la barbilla recargada en sus rodillas —. Es tan grande, con tanta gente, que nadie nos va a poner atención. Seremos sólo tú y yo.

Y la afirmación queda al aire, así como la promesa que se hacen cuando el sol toca las nubes, sujetando sus dedos en silencio.

~•~

Dos años después.

Sus labios saben a esperanza. Saben al milagro que pidió con los ojos llorosos y la garganta seca, mientras lágrimas corrían para morir contra la almohada. Saben al dulce pedazo de cielo que le fue concedido a alguien que nació con la marca del infierno, a nubes, a azul pastel, a felicidad. Su piel es blanca como su nombre, sus ojos marrones brillantes inocentes. Su voz es terciopelo cuando le sujeta por el cuello y le dice que no tiemble, que no tema. La oscuridad es casi absoluta, si no fuese por ese rato de luz que se mete curioso como siempre a su habitación, entrando por la rendija para hacer estragos, para iluminar un rincón del cuarto. Justo como él entró a su vida: por una rendija, iluminado una esquina de su corazón.

Le duelen los brazos, le pesan las manos que torpemente desliza por su espalda desnuda. El dolor de cabeza no cede y está seguro que va a tener un ojo morado al día siguiente pero nada de eso importa una vez ha ganado, ahora que tiene los bolsillos llenos y el corazón desbocado, con el amor hecho hombre entre sus brazos.

Se ríen, como los adolescentes enamorados que son, como los dulces chiquillos de apenas diecisiete años de sueños de fuga y madrugadas entre golpes y promesas de esperanza. Costó, cada día desde que se conocieron, lograr llegar a donde están. Victorias y batallas clandestinas, llantos y sonrisas furtivas. Recibieron en la boca el cuerpo de Cristo y un abrazo de su familia, para escapar esa misma noche a lo más alto de una colina a gritar que por favor, Dios les concediera el perdón y el descanso eterno.

Sujetan sus manos y la luz ilumina apenas un par de dedos juntos, que temblorosos se niegan a soltarse. Se besan con cuidado y con los párpados caídos porque los labios del pelinegro están heridos. Se cuidan como pueden, uno al otro y con el corazón expuesto. Desnudez del alma.

Hace frío afuera. La abuela se aseguró de poner leña al fuego. Mamá lo arropó antes de cerrar la puerta, como cada noche antes de dormir pero esa noche, Jackson no está en casa. Está fuera, entre los brazos de Jaebeom, con el cuello expuesto a sus besos y el sutil calor de su respiración. Jackson está fuera de casa, pero está en su hogar.

Y cuando ya no queda más espacio, cuando el aliento se corta y escapa de sus voces un suave suspiro, el calor quema y llena al mismo tiempo, como cálido fuego que ilumina sus vidas. Como una llama encendida.

FirelightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora