Lo único que tenemos

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Esteban trabajaba toda la noche. No cobraba bien, pero tampoco podía quejarse: había conseguido trabajo. Vivía en un edificio, en un departamento de dos ambientes que bien podría ser un monoambiente si no fuesen por esas dos paredes de durlock que separaban la cocina de su habitación. Pasaba la humedad del aire acondicionado que apenas funcionaba y su pared estaba toda manchada, pero él dormía tranquilo.

La cama destendida con botellas por la habitación, pero un escritorio intacto sobre el que se acumulaban recortes de revistas y diarios, papeles, anotaciones y muchas fotos desparramadas por la mesa. Había heredado de su madre solo los álbumes pero no así su orden, aunque no tenían nada más. De su padre sólo heredó recuerdos que se hacían presentes en aquellas pesadillas.

Despertó. Estaba transpirando, tenía mucho calor. Sin embargo, afuera el invierno cordobés se hacía notar. Había dejado su pequeña estufa prendida todo el día y ya no funcionaba. Eran las siete de la tarde y el sol entraba por un agujero de la persiana que se había roto en una mala noche. Qué boludo que soy, murmuró y se acomodó los pantalones, mientras buscaba una camisa que no estuviese arrugada. Había vuelto de trabajar a las seis de la mañana, pero llegó a su casa a las ocho. Comió algo de la heladera y se quedó dormido mientras veía televisión, por eso todavía tenía las zapatillas puestas. Había manchado la cama con un poco de barro y arena pero no se molestó en sacudirlo.

Bajó las escaleras del edificio, esquivando a los gatos de su vecina (¿hace cuánto no la veía?). Casi tropieza con un florero, y los pasos en esa escalera de metal, algo oxidada, algo abandonada, resonaban en los pasillos. Esperaba encontrarse con el Chechi, un hombre que dormía en la entrada del edificio y ya nadie se molestaba en correrlo. Muchos de ahí sabían lo que era vivir en la calle. Sabían también que en cualquier momento podrían estar compartiendo baldosas con el Chechi.

- Está un poquito frío, ¿no? - dijo Esteban a modo de saludo, mientras se cerraba la campera que cubría su camisa arrugada.

- Vos porque no dormís acá afuera, negro. No sabés lo que fue el viento de anoche - respondía el Chechi, que le decían así pero nunca nadie supo su nombre verdadero.

Casi ignorando lo último que le dijo, Esteban miró a los lados para cruzar por el medio de la calle, hasta que vio a una chica que se sentaba bajo el techo de un kiosco, que apenas sobresalía.

- ¿Y esta? ¿Quién es? - Esteban podía reconocer fácilmente a las personas que vivían en la calle. También reconocía a los que recién la empezaban a sufrir. Esa chica no estaba tan desprolija como para haber vivido meses o años sin un techo, pero tampoco parecía recién salida de su casa. Tenía un bolso, parece que está medio vacío, pensó Esteban.

- No sé negro, apareció anoche en la madrugada. Qué raro que no la viste cuando volviste de trabajar.

- Cuando vuelvo de trabajar camino dormido.

- Igual yo también pregunté quién era esta piba. Me dijeron que habló con el Gordo y le permitió estar por esta zona, pero que no ande pidiendo plata.

Esteban la volvió a mirar de lejos. A pesar de notarse que no se bañaba hace algunos días, le atrajo su pelo castaño, que parecía lo más cuidado de su imagen. Las zapatillas ahora eran marrones por el barro, y llevaba unos jeans con pequeños agujeros, pero no era por el diseño de los pantalones.

Cruzó la calle sin esforzarse en mirar si pasaba algún auto y se acercó a la chica. Ella lo miró con unos ojos color café que le recordaban a los de su madre, y notó la angustia en su mirada. También notó miedo. Entendía que no era fácil ser mujer y dormir en la calle. Quizás alguien ya le había hecho algo. El Gordo, pensó, de qué habrá sido capaz ese hijo de puta.

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