"Flores de veinte pétalos, flores de luz que regalan camino"La lógica de los campo santos cuando noviembre se acercaba era un misterio para los extranjeros que visitaban las cercanías del vecino provocador de América.
Los asientos traseros del auto clásico manejado por las manos rústicas del bajista de un grupito de música, a penas conocido, ronroneaba al son de un vals tradicional en la región a donde decidieron ir a gastarse lo que salió de la última gira. Un sitio llamado Parácuaro.
En palabras de Murdoc, de Murdoc Niccals, México era un país muy barato que dejaba buenas expectativas y alguno que otro trago amargo de aguarrás y tequila.
O de sus cárceles.
Stuart, o "2D" —cómo era conocido por las gruppe's de la banda— solo asentía cansado por la sensación de "nuevos aires" que le dejaba la vistosidad del lugar con tonos anaranjados y violetas.
Habían rentado un auto algunos días atrás en la ciudad, y, por consejo de un tipo conocido de Murdoc, decidieron manejar a pelo de carretera durante unos cuantos días entre paradas de alcohol y caricias dudosas a el sitio.Fue un viaje consensuado, cómo pocos, que lo tenía absorto en una extraña melancolía que le dejaba no haber podido pasar el cumpleaños de la pequeña Noodle el día anterior, un poco hipócrita de su parte de hecho, porque no pensó en ella hasta su llegada al pueblito iluminado con velas.
No quería bajar, el cuero del carro dejaba su sabor aberrante en la punta de su lengua, combinándolo con el extraño olor del ambiente que le inundaba el pensamiento tan solo con asomar uno de sus ojos en el retrovisor, entre una pequeña maleza verduzca y el calor de las veladoras pasar a manos de personas que parecían celebrar algo.
Todas se dirigían al mismo lugar: al campo santo, el cual era equivalente a un cementerio para ellos. Pensando algo caprichoso que en Inglaterra, los cementerios eran grises y lluviosos. Solitarios.
Pero en aquel pueblo, parecía una auténtica verbena. Comida, botellas de licor, extrañas flores y fuego alumbraban el sitio junto a bandas que tocaban alegres algún verso que a penas le era entendible, junto a un luto abstracto.
Pasó a ver, de entre todo, a Murdoc a un lado suyo con una mueca de agrado en su rostro endurecido por golpes o tristezas, con un brillo alegre en el interior de sus pupilas.
Inmediatamente él sintió la mirada ajena en su haber y lo miró cómo nunca lo había mirado. Iluminado por la luz anaranjada, acompañado por el sonido de una tuba y los clarinetes de fondo.
« Celebrame así cuando muera » le susurró, sin apartarse del contacto visual con las pupilas negras: « ¿De acuerdo, Stu? »
Las vasijas ónix del peliazul le devolvieron el gesto con una sorpresa como pocas, recibiendo un « sí » bastante descolorido.
Murdoc, con una sonrisa, pasó a mover el auto a una pequeña duna; a la vista podía distinguir un río lleno de pequeños pétalos naranjosos y el agua brillosa. Quedándose dormido luego de posar su cabeza en el frágil hombro de Pot, que tiritó con el contacto inusual.
Pero no fue indistinto. Lo recibió como pudo y quedó absorto entre la noche con el ritual en aquel sitio.
Con las flores iluminando un camino acuoso en el movimiento de las olas nocturnas. Con la luz amarilla paseando por lo azul, por lo blanco de la luna.