Introducción
Soy un espíritu perverso. Yerro por todos lados de lugares con desgracia y ocaso. Quien me ve es maldito por igual. No encontrara sosiego, en episodio psicótico, hasta acabar con su propia vida. He conocido mucho en mi actual estancia, tan infortunada, tan infectada, tan pútrida. Llena de fantasmas de almas abrumadas y más aún vivos acongojadas. Los veo a todos, todos los días donde el sol no es más que un indefenso abusado por nubes grises y niebla. Hace ya tiempo que me hastío de mi labor tan espeluznante. Pero no es por misericordia, sino por caer rendido ante la muerte de una señorita cual desde que nos vimos ha encantado todo lo muerto que posee mi aliento, ya eso es mucho decir. El agrio color de mis ojos, el trágico ladrido de mi dolor, las lagrimas obscenas ante cualquier demonio. No soy yo más que otra cara de la muerte, aún más oscura, porque si el cielo hubiese tenido mi responsabilidad hace ya tiempo que hubiera caído, si el sol hubiese padecido como yo hace tiempo que estuviera en roca, porque una roca, áspera y penosa es lo que llevo como corazón. Soy el padre de los ebrios y demás adictos, de los desconsolados y socavados, de los que se angustian, de los que alucinan y son depresivos, de los que viven sin vida y de los que viven sin sentido. Y como su madre maldita se apena, se apena de lo miserable que son sus vidas y trae paz y tranquilidad eterna a los desazogados.
El color violeta
Pude ver allí al famoso detective de Ciudad Rata, el tal Sar Pullido Enelculo, junto a otros policías. Hablaban de la escena del crimen. En el suelo, contiguo a ellos se hallaba el cadáver de una jovencita. El pelo blanco como nieve, tez pálida. Desnuda mostraba su grácil cuerpo junto a sus ojos bien abiertos color violeta. – Conocí una vez a un gran pensador que profesaba que todo problema debe centrarse en si vale la pena vivir. Entorno al suicidio. Al parecer los jóvenes entiendes más de esto – Comentaba Enelculo con los policías.
Aún en su muerte era tan hermosa. Su pelambrera hueso como los cabellos de la cabeza, sus senos turgentes y esféricos, sus labios sucios purpúreos. Y todo pensar que lo causé yo. Y me duele como nunca había sentido, nunca había sentido nada, es sonoro mi sufrimiento y retumba por las paredes de la cueva donde esta enterrado mi cuerpo. Y esa fue la última vez que la vi. Me hizo recordar todo y como había pasado.
El color rosa
Buscaba una noche el calor derecho al infierno cuando la vi. Se veía muy triste. Su pelo ocultaba la mayor parte de su rostro y caía por los hombros hasta los codos, y por toda la espalda. Se veían bien brillantes sus ojos que abría como si fuera un gran peso. Llevaba un viejo y desgastado vestido rosa e iba descalza. Sus finos dedos eran arrastrados por esa ciudad llena de mierda ¡Ah! Maldita peste, me encolerizo de solo recordarlo. Su cuerpo estaba ceñido por el pequeño ropaje, ¡Bah! No basta decir que su cuerpo era dotado de hermosura, algo lánguido sí, pero precioso.
Y en ese momento fue cuanto nuestras almas se adhirieron, al ver mis seis ojos de sangre, abrumada, corrió. Pero ya me hallaba en su cuerpo, podía sentirla, olerla, verla, ver lo que ella veía, oírla, podía conocer su
inconsciente y luego, luego yo sabia lo que iba a pasar, pero ya era tarde y solo me quedaba esperar.
Conocí a un alma muy melancólica, muy enlutada. Casi no se levantaba de la cama y cuando lo hacía solo caminaba arrastrándose por el suelo, deambulando sin sentido o qué hacer. Comía poco o nada, de lo que recibía de una pequeña pensión que le mandaba su madrastra para “cumplir”, ya que era obligatorio, con el testimonio de su padre. Pero eso era una miseria. Pero mucho mejor que vivir con el diablo en una mansión. Aquella mujer era malvada, pero no como yo, era malvada a placer. Desde que murió su esposo solo maltrataba e insultaba a la niña, abofeteándola o, algunas veces, cuando ella dormía, la amarraba y se le ponía sobre la cabeza y cuando la sometida abría los ojos, ésta la inundaba meando. De otras formas de humillación y tortura, sabia quemarle todas las ropas y acosarla. Mientras la victima lloraba en una esquina de su cuarto la tomaba de los cabellos, alzándola, y le abría las pierna y le golpeaba, le pellizcaba las nalgas, le mordía los pezones, le alaba los pelos de las axilas, le escupía en la boca. No dudaba que aquella mujer horrible había llevado a la muerte a su padre. A tan honesto hombre, ¡Ah! Tan piadosa y bellísima madre tuvo, que mi desgraciada vecina: La Muerte, poseyó.
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Regurgitando arcoíris
ParanormalEs de cierta forma uno de los males más melancólicos, trágicos y bellos, la gran decadencia de la voluntad humana que se refleja de suntuosa manera en el rechazo a la lucha, el gran vacio existencial que termina en el deseo a la muerte, y todo se co...