Tomó su café mientras miraba el alféizar de la ventana, hacía casi dos noches que no podía dormir. La inquietud de una negra pena devoraba su alma, entendió que había sido muy despiadado con aquellos intempestivos visitantes.
Antes no era así, las circunstancias habían cambiado su histriónica gentileza. Fue apenas dos años atrás, cuando perdió en un trágico accidente a toda su familia y desde aquel momento se transformó en un ermitaño. Vivía encerrado en aquella mansión de aspecto lúgubre de los años 30. Antes que todo se fuera al traste, era aquella la construcción más fastuosa de la ciudad, su estilo Art-Decó la convertía en un símbolo de poder.
Terminó su café y salió a dar un paseo por el jardín, acarició los arbustos de zarza con la nostalgia de espléndidos rosales, entre la bruma percibió fuentes cubiertas de maleza, monumentales ángeles semiderruidos. Captó su atención aquella rosa blanca que brillaba entre la niebla, la planta parecía detenida en el tiempo por su fulgor y olor, la arrancó suavemente, para no dañarla. Caminó hasta el panteón familar, y puso la flor. Allí en la loza fría, impreso en bronce, estaba su nombre con el mismo lustre de hacía 4 años.